El acero de la prosa
Los peores sibaritas de la glotonería en la edad clásica aspiraban a tener el gaznate alargado como el de las grullas, para disfrutar más tiempo del resbalar hacia dentro del bocado delicioso; pero juntamente querrían deglutirlo y digerirlo en un instante, pues así podrían devorar otra vez con ansia renovada. A menudo los lectores nos encontramos ante una paradoja similar cuando se trata de nuestros autores preferidos: quisiéramos que su lectura durase siempre, imborrable, y a la vez nos gustaría olvidarlos de inmediato para poder leerlos de nuevo como si fuera la primera vez. Una amiga de mi madre había llegado a la conclusión, que juzgo bien fundada, de que la felicidad consistía en inaugurar cada semana una novela de Agatha Christie. Lo malo es que la gran dama del crimen había escrito sólo treinta y dos antes de morir y la amiga de mi madre ya las había leído todas. Pero la gradual amnesia de la edad vino en su ayuda: al terminar de leer la última, comprobó que ya no recordaba la primera, es decir, que podía leerla como si estuviese recién escrita. Así lo hizo y continuó con toda la serie hasta llegar de nuevo a la última, que por entonces tampoco recordaba y disfrutó como antes. Después volvió a empezar y así la conocí, dichosa en su noria policiaca.
ESPLENDOR Y NADA
Félix de Azúa
Leqtor. Barcelona, 2006
278 páginas. 20 euros
Me llevé uno de los grandes
disgustos de mi vida de lector cuando Félix de Azúa interrumpió su colaboración como columnista en la última página de EL PAÍS (disgusto ahora mitigado en parte desde que sigo su blog en El boomeran(g). De modo que pienso hacer con este volumen que antologiza sus colaboraciones lo mismo que la señora antes mencionada hizo con Poirot y Miss Marple: voy a releer cada día una de ellas hasta llegar al final y luego comenzaré por el principio, esperando que, Alzheimer mediante, las disfrutaré una y otra vez como primicias. De Azúa es, sin duda, uno de los dos o tres mejores articulistas de la prensa española actual (también es otras cosas, poeta, novelista, pero atengámonos a lo que aquí interesa). Y no sólo porque escribe realmente bien, es decir, sin la faramalla casticista y altisonante en la que incurren los escritores oficialmente "buenos" (por lo general estomagantes, incluso lo son ocasionalmente algunos de los mejores según el criterio de De Azúa y el mío, como Benet o Ferlosio). Tampoco sólo por su ingenio y por su humor, pues el ingenio y el humor son cualidades estupendas salvo en aquellos que pretenden exhibirlas a toda costa porque carecen de otras. Y ni siquiera primordialmente por su cultura, por su familiaridad con lo que merece conocerse del pasado y del presente en artes o letras, aunque en nuestro habitual panorama de ocurrentes semicultos y de severos dómines atorrantes (que demuestran saberlo todo menos para qué diablos vale saber algo) un escritor en quien la tradición clásica y renovada es fermento de espíritu activo resulta de lo más tonificante.
Además de estas cualidades, las columnas de De Azúa tienen un toque especial, lo que en francés llamarían panache: un alegre y vistoso desenfado, una simpática petulancia. Incluso cuando es más pesimista y negativo -¡mira que puede llegar a serlo!- vibra en el acero de su prosa una carcajada contenida, un tonificante "¡y aún así, tampoco importa demasiado!" que quizá se le escapa hasta cuando se cree de peor humor. Critica desde la ferocidad de la vida, no desde la mustia aniquilación. Por encima de todo, sin embargo, lo que algunos de sus incondicionales más valoramos es algo que él finge no buscar (en el prólogo asegura "lo que persigo, en todo caso, es el placer mismo del ejercicio literario, no el del enunciado verdadero, que es otro tipo de placer muy distinto y de superior intensidad"). Borges señaló un rasgo de las humoradas y paradojas de Oscar Wilde que puede escapar a sus admiradores: que Wilde casi siempre tiene razón. Deslumbrados por la brillantez del estilo (sabido es que en nuestro país elogiar la brillantez de un escritor suele equivaler a poner en duda su exactitud o veracidad) y por la advertencia liminal del propio autor, algunos lectores posmodernos quizá no aprecien lo que en cambio para quienes estamos chapados a la antigua es fundamental: que en muchas ocasiones su juego literario descubre una verdad, olvidada o incómoda. Si no me equivoco, este propicio milagro ocurre más cuando afronta temas políticos o sociales que cuando se recrea en la estética, campo en el que se siente tan feliz que no sabe renunciar a ningún capricho o exageración.
Quien escribe sabe bien que no es capaz de ninguna página perfecta, pero los lectores tenemos la ventaja de poder hallarlas en los demás: así me ocurre a mí en este libro, al leer "Verano", "Amor" o "Hermanos". Seguramente otros lectores avisados sabrán encontrar otras. La nueva editorial que inicia su andadura publicando este libro no podría haberse ganado mejor nuestra gratitud.
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