El gigante herido
¿Qué haría usted a su peor enemigo? Algunas ideas: hace no tanto tiempo, en la civilizada Europa, se aplicaban hierros incandescentes o se arrancaban algunos órganos de los sospechosos durante los interrogatorios. A veces se torturaba antes de ejecutar, y luego se descuartizaba el cuerpo para enterrarlo en diferentes lugares. Las historias guerreras del Antiguo Testamento y de otros libros clásicos están llenas de métodos, como pasar a cuchillo a los habitantes de las ciudades tomadas, incluidos mujeres y niños.
Si estas prácticas no se toleran hoy es porque, durante siglos, se ha producido una impresionante evolución en la que la búsqueda y el escarmiento de los enemigos de la sociedad se basan en la fuerza de la razón, que emana de la legitimidad colectiva, más que en la fuerza ciega y bruta. Dentro de los Estados, las normas penales garantizan que los acusados tendrán un juicio justo. Aunque el infractor venga de otro país, se le da un tratamiento digno que asegura la imparcialidad de la sentencia.
No se ayuda en nada a EE UU asumiendo ciegamente todos los deseos de su Gobierno
En la guerra entre Estados, también existen reglas. Lo más conveniente parece la destrucción total del enemigo, pero todos aceptan normas restrictivas por motivos morales y prácticos. Los enemigos son, después de todo, seres humanos, y la victoria no da derecho a exterminarlos en masa. Con un enfoque más pragmático, ejercer un grado de violencia excesivo puede volverse contra uno mismo, ya que el agraviado puede rehacerse y contraatacar.
Todo este frío razonamiento está muy bien. Pero, ¿qué ocurre cuando el país más poderoso del mundo se ve atacado en su mismo centro? Desde el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos es un gigante herido que va dando mandobles aquí y allá, con el noble propósito de defenderse, pero aplicando una fuerza excesiva en algunos casos.
Como el gigante disfruta de un poder fenomenal, casi sin límites, y como el enemigo no tiene escrúpulos, la tentación es emplear cualquier medio en sus manos. La decisión de invadir Irak fue en parte motivada por ese impulso. El tratamiento arbitrario de sospechosos de terrorismo, también. El problema es que el empleo de medios desmesurados se enfrenta con dos barreras, una de eficacia, y otra moral y jurídica. La primera supone que el exceso de fuerza produce resultados contrarios a los deseados. Frente a los abusos de Estados Unidos, están surgiendo como setas candidatos a terroristas que a la postre refuerzan al enemigo.
La barrera jurídica sólo ha comenzado a mostrar sus efectos. La cuestión de la responsabilidad frente a la guerra de Irak pertenece todavía al campo de lo tabú. Pero el tratamiento de los detenidos es un asunto espinoso que da lugar a un fuerte debate. El declarar a algunos sospechosos "combatientes ilegales" para justificar su detención sin acusación ni juicio y el transferir a otros sospechosos hacia terceros países son estratagemas jurídicas que no pueden esquivar la regulación internacional sobre la tortura, que prohíbe esa práctica inhumana y cualquier colaboración con ella, incluso en caso de guerra. Para impedir que Estados Unidos se viera envuelto en casos de tortura, el senador John McCain, que la sufrió él mismo en sus cinco años como prisionero de guerra en Vietnam, sacó adelante en diciembre pasado una medida legislativa que exige a los militares y funcionarios norteamericanos llevar a cabo los interrogatorios de sospechosos de acuerdo con normas establecidas. Aunque el vicepresidente Dick Cheney llamó personalmente a todos los senadores republicanos para que votaran en contra, la medida fue adoptada en ambas cámaras legislativas.
Se habla mucho de la CIA como responsable. Pero la CIA no está compuesta por sádicos o robots, sino por seres de carne y hueso como nosotros. Cabe suponer que los funcionarios de la CIA tuvieron sus opiniones a favor y en contra de la invasión de Irak así como sobre el trato de prisioneros, pero el lugar de los servicios de inteligencia en el proceso democrático de toma de decisiones les obliga a ser discretos sobre esas disidencias. En realidad, son los amos políticos de la CIA, que dan órdenes desde confortables despachos, quienes son responsables de los posibles malos actos de sus funcionarios. La pregunta que queda en el aire es si éstos, o también militares, deberían negarse a cumplir órdenes en determinadas circunstancias.
¿Qué pueden hacer los europeos para introducir un poco de racionalidad en la llamada guerra contra el terror? Ante todo, deben apoyar la acción de la justicia. Según la información disponible, el Gobierno español y otros gobiernos europeos no tenían constancia de actividades ilícitas en vuelos de paso o en su territorio. Pero todos deben contribuir al esclarecimiento de los hechos. Más que el Estado de derecho, estamos viendo el espectáculo del imperio del derecho en acción, que defiende valores universales en el ámbito internacional.
Además, los europeos deben criticar los excesos en el uso de la fuerza. Desde Europa, el asumir ciegamente los últimos deseos de la Administración norteamericana de turno, como si fueran disposiciones divinas, no ayuda en nada a nuestros amigos y aliados. La riqueza del debate democrático en Estados Unidos, que algunos europeos prefieren ignorar, demuestra que luchamos por los mismos principios.
En la larga batalla histórica entre civilización y barbarie, estamos viviendo un nuevo episodio en el que los europeos debemos tener claro de qué lado estamos. El gigante herido es nuestro gigante, y su obra admirable para la defensa de principios universales debe continuar. La lucha contra el terrorismo internacional no puede decaer. Pero esos mismos principios exigen la defensa del orden internacional y una aclaración de las responsabilidades. Si su participación se prueba en un proceso justo, el peso de la justicia debe caer contra esos tipos de aspecto respetable y mente retorcida que, abusando de sus cargos democráticos, incitan a la tortura sin ningún respeto por la dignidad humana y por la historia.
Martín Ortega Carcelén es investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la UE y autor del libro Cosmocracia. Política global para el siglo XXI.
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