Al Zarqaui, una resistencia contra el pueblo
El sanguinario emir de Al Qaeda impulsó su liderazgo matando a civiles iraquíes e inflamando la violencia entre suníes y chiíes
Hace seis meses, en Bagdad, uno de los máximos jefes militares estadounidenses en Irak me habló sobre la insurgencia suní. Me dijo que se dividía en tres grupos, que trabajaban en estrecha cooperación para lograr un objetivo común, el de expulsar a la coalición del país. El primer grupo, los sadamistas, estaba encabezado por antiguos baazistas descolgados, entre ellos ex miembros del Ejército y los servicios de espionaje. El segundo grupo -que llamó el de los iraquíes "partidarios del rechazo"- estaba formado por pequeñas células de rebeldes descentralizadas que se apoyaban en redes familiares y tribales. El tercer grupo, los "terroristas y combatientes extranjeros", estaba dominado por la rama de Al Qaeda dirigida por el terrorista jordano Abu Musab al Zarqaui. Este grupo, dijo, era el más pequeño, de sólo mil luchadores o incluso menos, pero, como sus miembros eran quienes llevaban a cabo casi todos los atentados suicidas y con coche bomba -además de las grabaciones en las que se decapitaba a rehenes-, constituían la mayor amenaza para los objetivos de Estados Unidos en Irak.
Demostró con sus atentados que podía atacar a las fuerzas de ocupación y a los chiíes
El líder de Al Qaeda minó la confianza del público estadounidense en el esfuerzo de guerra
La participación suní en las elecciones de 2006 fue su primera derrota política
Al Zarqaui es ahora uno de los mártires caídos por la revolución islamista mundial
"Francamente", dijo, "no hacen demasiado daño a la coalición en términos militares, porque el 90% de sus víctimas son iraquíes, sobre todo chiíes. Pero están matando a 600 civiles iraquíes al mes, y eso nos hiere políticamente, porque afecta a nuestro centro estratégico de gravedad en Estados Unidos".
Lo que quería decir, explicó el general, era que, con sus espectaculares actos violentos, Al Zarqaui minaba la confianza del público estadounidense en el esfuerzo de guerra. Esto, a su vez, había hecho que hubiera más presiones de los políticos en el Congreso para reducir el número de tropas. Algunos incluso pedían la retirada. Y eso, me advirtió, sería desastroso, no sólo para la guerra de George W. Bush contra el terror, sino para los iraquíes, porque, si los norteamericanos se iban antes de que hubiera estabilidad en Irak, era muy probable que el país se sumiera en una sangrienta guerra civil, precisamente lo que perseguía Al Zarqaui.
En la época de la invasión encabezada por EE UU que derrocó a Sadam Husein, durante la primavera de 2003, Al Zarqaui era una figura siniestra y oscura, un personaje malévolo en los informes de los servicios occidentales de inteligencia, pero desconocido para el público. Las cosas empezaron a cambiar cuando su nombre apareció vinculado a la primera oleada de atentados terroristas en Irak, unos meses después, contra blancos en Bagdad como el cuartel general de Naciones Unidas, la Embajada jordana y, en la ciudad santa chií de Nayaf, el sagrado mausoleo del yerno de Mahoma, imán Alí, que, según los chiíes, era el legítimo sucesor del profeta.
La bomba de Nayaf mató a más de 100 personas, pero su principal objetivo era un destacado clérigo chií, Mohamed Baqer al Hakim, que acababa de volver a casa desde su exilio en Irán donde, durante décadas, luchó contra Sadam. El asesinato de Al Hakim, según se supo después, fue el primer golpe importante de Al Zarqaui -un supremacista suní- contra la mayoría chií de Irak y, en cierto modo, señaló el comienzo del conflicto actual entre facciones.
La muerte de Alí en la batalla por la sucesión del profeta provocó la división histórica entre sus seguidores y separó a los musulmanes en dos comunidades rivales, chiíes y suníes. En los siglos transcurridos desde entonces, Irak y casi todo el resto del mundo musulmán -con la excepción de Persia- cayeron, en general, bajo el dominio suní.
En Irak, la mayoría chií estaba gobernada por la minoría suní, en una tradición que continuó durante los cuatro siglos del imperio otomano, los tres decenios de mandato colonial británico y tras la independencia iraquí, en 1932. Después de la Revolución Islámica en Irán, Sadam Husein, un árabe suní, empezó a observar a los chiíes de su país con sospechas y, durante sus 34 años en el poder, mató a cientos de miles de ellos.
La destitución de Sadam en abril de 2003, a manos de las fuerzas invasoras estadounidenses, tuvo la consecuencia inesperada de alterar toda esa historia negativa. Al desplazar a la minoría suní del poder y reclamar la democracia, los estadounidenses dieron el poder a la oprimida mayoría chií por primera vez en siglos. Aquello coincidió con los dos decretos publicados por el entonces recién nombrado virrey norteamericano en Irak, Paul Bremer, por los que prohibía el partido del Baaz y desmantelaba el Ejército iraquí, ambos dominados por los suníes. Estos decretos enviaron a los suníes el mensaje de que no tenían hueco en "el nuevo Irak", mientras que muchos temieron que un Irak gobernado por los chiíes representara caer, de hecho, bajo el control de su antiguo enemigo, Irán.
En las semanas posteriores a la caída de Sadam, Al Zarqaui se encontró en el lugar apropiado en el momento justo, y aprovechó la oportunidad. A mediados del verano de 2003 había comenzado ya una pequeña rebelión, sobre todo por parte de seguidores de Sadam, antiguos baazistas y soldados separados del Ejército que expresaban así su descontento, disparando o haciendo estallar bombas al paso de convoyes militares estadounidenses. Al Zarqaui, con sus atentados terroristas, asumió la iniciativa y demostró que tenía la capacidad y los medios para atacar duramente, no sólo a las fuerzas occidentales de ocupación, sino a la comunidad que muchos suníes consideraban un caballo de Troya iraní, los chiíes. Aunque gran parte de la autodenominada "resistencia nacionalista" que actuaba en los primeros tiempos consistía en baazistas y, por definición, nacionalistas laicos, que no compartían necesariamente los ideales islamistas de Al Zarqaui, muy pronto se formó un vínculo basado en la vieja lógica de que "el enemigo de mi enemigo es mi amigo".
Durante el año siguiente, más o menos, mientras la rebelión en Irak se intensificaba, casi todos los suníes con los que hablaba insistían en que su revuelta era una aventura totalmente iraquí, una "resistencia nacionalista" patriótica contra la ocupación extranjera. Muchos desechaban incluso la idea de que existiera verdaderamente Abu Musab al Zarqaui, y sugerían que los estadounidenses se lo habían "inventado". Decían que el hecho de que hubiera alguien como Al Zarqaui en Irak, un clon de Osama Bin Laden, ayudaba a Washington a justificar su presencia militar, porque hacía ver que el país era el campo de batalla central en su "guerra contra el terror". En cuanto a los atentados suicidas contra civiles chiíes, que habían empezado a aumentar considerablemente, muchos suníes culpaban de ellos a los propios chiíes, que -aseguraban- estaban matando a su propia gente para seguir presentándose como víctimas y, de esa forma, contribuir al siniestro plan de Irán, que era el de apoderarse de Irak.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y Al Zarqaui iba adquiriendo fama internacional (y el apoyo, nada menos, que del propio Bin Laden), quedó claro que no sólo existía sino que ocupaba ya un papel fundamental en la insurgencia iraquí. Poco a poco, las declaraciones de inocencia de los autodenominados nacionalistas suníes empezaron a desvanecerse.
En el verano de 2004, en Ammán, hablé con un ex alto funcionario del régimen de Sadam, muy vinculado a la facción baazista de los rebeldes iraquíes. Cuando me dijo que los baazistas deseaban negociar con Estados Unidos, le sugerí que, si quería demostrar que sus deseos eran genuinos, sus camaradas debían hacer un gesto de buena voluntad y distanciarse de los cortadores de cabezas de Al Zarqaui. (Para entonces, Al Zarqaui ya había iniciado sus famosas decapitaciones de rehenes occidentales y "colaboradores" iraquíes.)
Sonrió y respondió: "El partido Baaz está con la resistencia, y los terroristas no están haciendo nada en contra de los intereses del partido, sino sólo en contra de los intereses de la ocupación. Aunque no estemos totalmente de acuerdo, por ahora no tenemos ningún conflicto con ellos". Añadió: "Si los estadounidenses quieren detener a los terroristas, que convoquen una conferencia con las partes que poseen milicias en un país fuera de Irak. Todos deben firmar un acuerdo que garantice que se va a proteger la soberanía de Irak, la no violencia y las libertades políticas para todos. Así obtendrán el apoyo del Baaz y sus altos cargos se separarán de los terroristas".
El tratado internacional de paz al que aspiraban los baazistas no se materializó, pero a mediados del año pasado, las autoridades estadounidenses en Irak empezaron a tender puentes a los líderes políticos, religiosos y tribales suníes, en un tardío intento de desactivar a la rebelión suní y arrastrarles a formar parte del proceso político. Los suníes estaban ya más receptivos a la posibilidad de hallar una solución negociada para salir del punto muerto. En el año anterior, varios pueblos y ciudades suníes que habían acogido a Al Zarqaui -como Faluya- habían quedado destrozadas tras las ofensivas militares estadounidenses, y otras, como Ramadi, Samarra y Baquba (donde, al final, mataron a Al Zarqaui), sufrían la fuerza de la contraofensiva de EE UU. Mientras tanto, de acuerdo con el calendario electoral marcado por la Administración estadounidense -que los suníes, en general, boicotearon-, los chiíes empezaron a consolidarse en el poder.
Esta nueva situación de exclusión alarmó a numerosos suníes, que empezaron a comprender que el proceso electoral era tal vez, después de todo, su última oportunidad de salir de la marginación e intervenir en la vida política. El otoño pasado, en respuesta a la apertura estadounidense, dos grandes partidos suníes rompieron con los rebeldes para participar en las elecciones de enero de 2006. En cierto sentido, fue la primera derrota política de Al Zarqaui en Irak.
El pasado noviembre me invitaron a un hotel de Bagdad a reunirme con una veintena de hombres suníes, de la provincia de Al Anbar, que pertenece al llamado triángulo suní, el semillero de la insurgencia. Habían llegado desde la acosada ciudad de Ramadi, que sufría intercambios de fuego diarios entre los rebeldes y las tropas estadounidenses. Aquélla era una reunión pública sin precedentes. Los hombres, que se calificaron de nacionalistas y que expresaron abiertamente su apoyo a la resistencia armada contra la "ocupación" norteamericana, querían anunciar que el día anterior, en Ramadi, habían formado un partido político, el Movimiento Democrático Nacional, y que pretendían participar en las elecciones.
Les dije que no estaba de acuerdo en que la violencia en el triángulo suní fuera mera "resistencia nacionalista" contra la ocupación. Destaqué los horribles secuestros, asesinatos y coladuras de extranjeros y civiles iraquíes a manos de los yihadistas extranjeros dirigidos por Abu Musab al Zarqaui, que eran, añadí, "como unos peces en el mar suní" que nadaban en contra de ellos. A esto respondió sin demasiada convicción un hombre que dijo ser un dentista de Qaim, una ciudad en la frontera siria: "Como sabe, el pueblo iraquí se opuso a la ocupación por la fuerza. Pero los estadounidenses dejaron las fronteras de Irak abiertas y sin vigilancia, y eso permitió que entrara gente de fuera, dispuesta a cambiar la forma de luchar de la resistencia". Le pregunté a quién se refería cuando hablaba de "gente de fuera", ¿se refería a Al Qaeda? "Sí", replicó. Le pregunté por su ciudad, Qaim; ¿sabían sus habitantes que estaban apoyando a los yihadistas extranjeros, a los terroristas de Al Zarqaui y Al Qaeda? "La gente está dividida", dijo francamente. "Algunos creen en Al Qaeda y otros se oponen. Dicen que están luchando contra la ocupación, y todo el mundo está contra la ocupación, así que les apoyan".
Confesé a aquel grupo que me sentía confuso: "¿Están a favor del proceso político, a favor de la resistencia armada, o qué?". Respondió un hombre que se identificó como politólogo, el doctor Jumeili: "En principio estamos contra la ocupación, y sí, estamos contra la violencia... ahora". Al decir esto, Jumeili se río, y con él los demás. Añadió: "La gente está contra la ocupación y satisfecha de poder oponerse a ella, sea por medios violentos, que hemos intentado, o por medios políticos, que intentamos ahora, porque creemos que es la única forma de acabar con la ocupación. En cuanto a la violencia, estamos en contra, pero distinguimos entre la resistencia contra el pueblo y la resistencia contra la ocupación".
Jumeili no quería decirlo claramente, pero lo que estaba tratando de expresar era que su grupo de suníes había comprendido que se habían equivocado al apoyar a Al Zarqaui, que estaba dirigiendo "una resistencia contra el pueblo" en su intento de comenzar una guerra civil en Irak.
Tras las elecciones de enero, y tras muchos meses cargados de tensión -con nuevos actos sanguinarios de Al Zarqaui-, fue posible formar más o menos un Gobierno iraquí. Hay un primer ministro chií, un presidente kurdo y un vicepresidente suní, uno de los líderes de los partidos que desafiaron a Al Zarqaui y se incorporaron al proceso político.
Y ahora, por supuesto, Al Zarqaui está muerto y, para un número indeterminado de iraquíes y árabes suníes de todo el mundo, es un mártir. Un mártir más en una pira funeraria de los mártires caídos por la causa de la revolución islamista mundial. En la vigilia celebrada la semana pasada en el hogar familiar situado en Zarka (Jordania), el pueblo en el que nació y creció, algunos de sus familiares y discípulos expresaron dolor por su muerte, pero también la convicción de que había ido al sitio especial en el paraíso que aguarda a esos mártires. Varios predijeron asimismo que aquí, en la tierra, habría pronto otro guerrero santo para sustituirle, y que la batalla contra los infieles proseguiría.
Unos días después, como habían predicho, una página web de la yihad publicó el nombre del sucesor, un hombre hasta entonces desconocido llamado Abu Hamza al Mohayer, acompañado de nuevas promesas de sangre y venganza por parte de Al Qaeda. No obstante, por más que quieran darle un cariz positivo a la situación, los seguidores de Al Zarqaui van a sufrir con su desaparición. Fuera cual fuera la razón de su carisma -¿quizá que estaba dispuesto a matar personalmente a sus víctimas?-, el autodenominado "emir" de Al Qaeda en Irak está muerto, y sospecho que será muy difícil que encuentren a alguien como él.
Y, por último, dado que la muerte de Al Zarqaui fue posible gracias a informadores dentro de su propia organización, da la impresión de que los peces no nadan ya con tanta libertad como antes en el mar de los suníes iraquíes.en un comunicado que le vengaría.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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