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Columna
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Cataluña en Europa

Xavier Vidal-Folch

Cataluña es Europa. Pero la realidad de Cataluña en Europa no estaba específicamente reconocida en los grandes textos. Una aportación clave del nuevo Estatuto que se somete hoy a refrendo de los ciudadanos es la dimensión europea e internacional de Cataluña (título V, capítulos II y III). Clave por su simbolismo, porque abre caminos inéditos y porque supone una completa innovación.

El texto de Sau carecía casi por completo de esa vertiente: apenas dos tímidos apartados del artículo 27 por los que la Generalitat podía solicitar permiso al Gobierno para celebrar convenios culturales con Estados donde existan comunidades de catalanohablantes, y sería informada de los tratados internacionales que afectasen a su "interés específico". Nada más.

Entre ese casi-cero y los 16 artículos (184 al 200) del presente texto media un abismo. Pero no se trata de un invento, de una pirueta o de una ocurrencia. Ocurre que a España le faltaban en 1979 seis años para integrarse en las entonces Comunidades Europeas. No hubo, pues, lugar a mención sobre la dimensión europea de Cataluña, ni por ende para regular su articulación.

Desde entonces han sucedido muchas otras cosas. Un número importante de empresas catalanas se ha internacionalizado. Los gobiernos de Jordi Pujol abrieron con bastante éxito oficinas comerciales y turísticas en numerosos países, y el tripartito de Pasqual Maragall continuó y amplió esa estrategia auspiciando la creación por el sector privado de polígonos industriales en otros países, como Rumania o Marruecos. El Tribunal Constitucional convalidó la creación de oficinas autonómicas en otros países y dictaminó que las comunidades autónomas pueden establecer relaciones exteriores, siempre manteniendo el núcleo duro de las relaciones internacionales (firma de tratados) entre las competencias del Estado.

Y los líderes catalanes se implicaron en el regionalismo europeo aupando este país a su grupo de vanguardia: Pujol presidió la Asamblea de Regiones y Pasqual Maragall, el Comité de las Regiones. Cataluña se comprometió a fondo en políticas comunitarias como el proceso euromediterráneo, bautizado con el nombre de su capital: Conferencia de Barcelona, proceso de Barcelona. Se creó una conferencia sectorial para que las autonomías participasen en la formación de la voluntad común española ante la Unión Europea. Se estableció un representante autonómico en la representación permanente española ante Bruselas, y el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero impulsó el año pasado esa participación también hasta las instituciones comunitarias (como el Consejo), al modo, directo, en que lo hacen los gobiernos regionales de los países más federales, así como dio un primer y decisivo paso para garantizar la presencia del catalán, el gallego y el euskera en ellas. Cataluña y los catalanismos, en suma, actuaron como levadura del europeísmo español y del regionalismo europeo.

Mientras, los länder alemanes y las regiones belgas pugnaban por afirmar su papel dentro de las representaciones de sus respectivos Estados, a veces encabezándolas. El impulso descentralizador, simultáneo a (y reequilibrador de) los avances de la centralización o cesión de soberanías nacionales a la Unión (moneda única y otras), se incorporó a las sucesivas modificaciones del Tratado de Roma. Así, se creó a instancias de Jacques Delors el Comité de las Regiones, inicialmente como organismo consultivo que, sin dejar de serlo, ha ido afirmando y ampliando sus competencias. Se consagró el principio de subsidiariedad, por el que las competencias deben recaer en la Administración más adecuada, la más próxima al problema y que exhiba, por tanto, mejor capacidad para afrontarlo. Se duplicaron los fondos estructurales para ampliar la política de cohesión social y solidaridad territorial, y no por azar el peso principal de la misma recayó en el Fondo de Desarrollo Regional, inaugurándose una sugerente dinámica triangular Bruselas / Estados / Regiones. Se estimuló la cooperación transfronteriza entre territorios adscritos a distintos Estados miembros y se creó un buen número de eurorregiones de éxito desigual.

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Se redactó, en fin, una Constitución europea, hoy transitoriamente varada, que dimensionaba todos estos impulsos, otorgando notoriamente a las autonomías, länder o regiones, un papel de cedazo ante las iniciativas de la Comisión susceptibles de erosionar sus competencias. Algo que debería venir a compensar en parte el vaciado parcial que las mismas han experimentado con la profundización europea. Porque si el retorno a Europa ha sido un maná material y mental para los catalanes, también es cierto que ha conllevado alguna contraindicación para su grado de autogobierno. Y es que "a partir de nuestro ingreso en 1986" hubo que transferir "hacia Europa un paquete de competencias que previamente se había entregado a las autonomías", como ha escrito Felipe González (EL PAÍS, 15 de junio). La orientación de la reforma estatutaria presente y la reforma constitucional europea pendiente tienden a resolver esa contradicción.

¿Por qué? Porque el nuevo texto recoge los procesos y actos registrados en la realidad de este veintenario largo arriba reseñados; los proyecta en un horizonte más autonomista, y los enmarca e incluye en la categoría jurídica jerárquicamente superior, la que los juristas bautizaron como bloque de constitucionalidad (Constitución española y estatutos de autonomía). En suma, eleva al rango de legal la vida real, como se dijo en la transición. Pero hace algo más. Plantea opciones para situaciones aún hipotéticas, como la facultad de la Generalitat para recurrir directamente ante el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (Luxemburgo) cuando la norma comunitaria lo permita: los pesimistas califican tales infiltraciones de meros brindis al sol para regocijar a la galería; los optimistas, como una anticipación del futuro, que servirá de guía para la acción. En esa última acepción, el nuevo Estatuto, si la ciudadanía lo aprueba, es tanto expresión de voluntad y fijación de objetivos ulteriores como norma para el presente inmediato.

En lo inmediato, el texto garantiza la participación de la Generalitat en los asuntos europeos que afectan a "las competencias o los intereses" catalanes. Obliga al Gobierno a informarla de las iniciativas de revisión de los tratados. Consagra su participación en la formación de las posiciones del Estado ante la UE, en formato ya bilateral, ya multilateral. Otorga a la postura catalana en ese proceso un carácter "determinante" si de las propuestas europeas en discusión se deriva un impacto financiero o administrativo para Cataluña. Solemniza su presencia activa, ya iniciada, en las instituciones europeas, como el Consejo, formando parte de la delegación española. Blinda las competencias propias de forma que ulteriores cesiones de soberanía a la Unión no puedan ser aprovechadas por otros ámbitos administrativos para asumirlas torticeramente en detrimento de la Generalitat. Transfiere a ésta la gestión de los fondos comunitarios territorializables, y plantea el acceso autonómico al Tribunal de Luxemburgo cuando lo permita la normativa europea.

En el ámbito extraeuropeo, internacional, el nuevo Estatuto reconoce (y esto es algo fundamental, hasta ahora sólo avalado por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que puede ser cambiante) no sólo el derecho, sino el "deber" de la Generalitat de "impulsar la proyección de Cataluña en el exterior"; la facultad de suscribir convenios internacionales en desarrollo de sus competencias propias; su derecho a ser informada "previamente" de los tratados internacionales que la afecten; y su participación en organismos como la Unesco, en formato aún por determinar.

Completa el panorama la nueva competencia sobre inmigración (artículo 138), que otorga a la plaza de Sant Jaume la responsabilidad exclusiva en la primera acogida, las medidas para la integración social, las autorizaciones iniciales de trabajo y la "participación preventiva previa" en la determinación del contingente de trabajadores extranjeros.

Todo indica que el principal problema de este texto no radica en su "insuficiencia" respecto al proyecto de sabor confederal confeccionado el pasado 30 de septiembre y finalmente ahormado al estricto cauce de la Constitución, los famosos recortes. No, probablemente sucede al revés. Como sugestivamente tiene dicho el eurodiputado Ignasi Guardans, este Estatuto, "que aparentemente exige mucho a España y a la UE, impone también obligaciones muy fuertes a la Generalitat, a su Gobierno y a su Parlamento". Y es que con él, los catalanes se autoimponen una larga lista de nuevos deberes de información, proposición, participación y administración de muy recia envergadura.

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