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Paradigma Eurasmus

Xavier Vidal-Folch

Hasta que Francia retome algún rumbo, y eso no sucederá antes de las presidenciales del año próximo, la Constitución Europea seguirá en el limbo, por más que una mayoría de países la haya ya ratificado. Y en consecuencia el horizonte de la propia Unión seguirá entre paréntesis.

Por eso, y porque el Reino Unido milita por una larga pausa, no cabe esperar demasiado de la cumbre que finaliza hoy.

Pero los líderes de la UE disponen de otra posibilidad para aprovechar el tiempo. La de fraguar una mutación del paradigma fundacional de la Unión; un cambio de chip, que coloque a la ciudadanía encima del Estado, igual que el Renacimiento reemplazó a la divinidad por el Hombre como epicentro político.

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Es una operación difícil. Requiere la percepción de que los datos del empeño han cambiado tras el medio siglo transcurrido. Y un grado de ambición de los dirigentes que se echa en falta.

En efecto, las prioridades de la UE siguen hoy cansinamente centradas en tres estrategias: aplicar la agenda de Lisboa; desarrollar los pilares intergubernamentales de Maastricht (política exterior y espacio de libertad, justicia y seguridad), y avanzar en la unión económica y monetaria.

Las tres son necesarias, pero insuficientes. La agenda de Lisboa-2000 es más un catálogo de buenas intenciones que un programa articulado y activado por las instituciones comunitarias, a diferencia de los grandes proyectos del pasado: las ralas 21 páginas del Libro Verde sobre el mercado energético sonrojan frente a los densos trabajos preparatorios del euro, o del mercado interior.

La política exterior ha quedado debilitada por la división de los Gobiernos ante conflictos como el de Irak. Y también limitada por la parálisis del nuevo Tratado Constitucional, que dimensionaba mejor la figura e instrumentos del Alto Representante, convirtiéndolo en ministro de Asuntos Exteriores: queda fiada al buen hacer de su actual titular. El espacio de libertad y seguridad registra avances (euroorden, Europol), pero no un impulso para aproximar legislaciones civiles y penales; además, enfatiza la seguridad en detrimento de la ampliación de las libertades. Y la unión económica y monetaria se desarrolla vegetativamente, baste recordar el fórceps con que se alumbró la tímida armonización fiscal sobre el ahorro.

Son estrategias aquejadas de una "ley de rendimientos decrecientes", porque vienen marcadas por el mero intergubernamentalismo. O, en el mejor de los casos, se articulan sobre la comunitarización de los intereses de los Estados miembros. Es decir, sobre el viejo paradigma de la construcción europea: los Estados. ¡Justo cuando resulta obvio que el Estado-nación ha quedado históricamente obsoleto, aunque siga constituyendo ámbito emotivo de identificación ciudadana! El éxito de la UE, que ha absorbido competencias clásicas del mismo (moneda, aduanas, e, indiciariamente, defensa y diplomacia), y la globalización, que ha convertido en pequeño al Estado para los asuntos grandes, y en excesivo para los problemas de proximidad, evidencian que el artefacto Estado es cosa del pasado. Aunque los Estados sigan ocupando los grandes titulares, son meros fantasmas de sí mismos, de lo que deberían tomar nota tanto los nacionalismos-de-Estado como los nacionalismos aspirantes a fabricarse uno.

Europa ha cambiado. La ampliación al Este, que está resultando un éxito económico, incorpora a la Unión serios obstáculos para su articulación interna: desde la lenta adaptación del imaginario colectivo a lo que es la nueva UE, hasta los desajustes institucionales, que no han podido ser todavía abordados a causa del impasse constitucional (generalización del voto por mayoría en lugar de por unanimidad). Cualquiera que sea la lectura de los referendos negativos a ese texto, habrá que reconocer que la UE atraviesa en muchos países un periodo de desapego ciudadano, cuando no de recelo.

De modo que hay que imprimir un nuevo ritmo a la construcción europea, recuperando la ilusión popular y el prestigio y legitimidad de la idea europea. Para ello hay que revisitar creativamente los orígenes. Los padres fundadores trabaron una malla de intereses comunes, fraguaron un contrato: entre los Estados miembros. Pero entonces el Estado era la única fuente de legitimación de la Comunidad. Ahora ya no es así. Coexiste, al menos, con una legitimación directa, por la vía de la apelación a la ciudadanía, como consagra el propio texto de la Constitución, al subrayar que la UE es una unión de Estados y ciudadanos.

Sólo cabe un nuevo ritmo si se cambia el paradigma fundacional: Europa debe pasar de ser sólo un contrato entre Estados a uncontrato, sobre todo, con y entre los ciudadanos. No se trata de "acercar" o "aproximar" a los ciudadanos a la labor que desarrollan las instituciones -esa desdeñosa y despótica retórica que Gobiernos e instituciones vienen empleando desde la declaración de Laeken de 2001, mera propaganda tecnocrática-, sino de colocarlos en su vértice.

Para lograrlo, basta diseccionar los mejores avances registrados hasta ahora, incluso bajo el viejo paradigma: la libertad de pasaporte que consagró el acuerdo de Schengen; la densísima red de contactos surgida con los programas Erasmus y Leonardo; los beneficios económicos y la conciencia de pertenencia que proporciona el euro; o las posibilidades reales democrático/electorales de la "ciudadanía europea"... De genealogía intergubernamental o comunitaria, poco importa, esos proyectos comparten un hilo conductor: conectan con las preocupaciones e intereses de la ciudadanía. Esa conexión fue la que permitió superar los atascos institucionales a los que todos ellos se enfrentaron en su nacimiento.

El nuevo paradigma debiera plasmarse en una gran idea fuerza. Europa ha sido capaz de movilizar cuando ha dispuesto de ellas, sea la "Europa sin fronteras" del mercado interior, o la moneda única. ¿Cuál puede ser ahora la que tome el relevo? Resulta dudoso que lo sea la agenda de Lisboa, por deshilachada. O la Europa de la política exterior y la defensa para irradiar la paz, porque muchos consideran que ésta es ya un bien irreversiblemente adquirido. O la del espacio judicial y policial único, porque desgraciadamente se lee más como la de la seguridad que como la de la ampliación de las libertades: ahí está el retraso del Estatuto del Residente Permanente, que debe igualar la situación en los distintos países de nuestros millones de inmigrantes legales; o la Carta de Derechos Fundamentales, que sestea dentro de la Constitución por culpa de los referendos negativos.

Un contrato de nuevo cuño debe convertir los intereses inmediatos de los ciudadanos, no de las economías ni de los Gobiernos, en el eje vertebrador de la acción de las instituciones comunitarias, en alma de sus políticas, en clave de bóveda de las legislaturas y calendarios y en baremo examinador de sus resultados. Debe interconectar ciudadanos, particularmente los jóvenes.

Puede sacarse aún partido de la filosofía funcionalista de los fundadores, que insta a trabajar a partir de los intereses específicos y ponerlos en común. Hágase ahora con los intereses de los ciudadanos, como se hizo con los intereses de los Estados. No importa que ello se traduzca en una miríada de microproyectos. Los "pequeños pasos" que van creando una masa crítica de "solidaridades de hecho" también son válidos, aunque se critique su dispersión. Siempre a condición de que pasos, programas y acciones cuelguen de la idea fuerza básica, la interconexión desde la base.

Mientras se avanza hacia una hegemonía parlamentaria; o se aplican por adelantado ideas del texto constitucional por la vía de acuerdos entre los Veinticinco; o se discuten los modos que permitan a franceses y holandeses reengancharse, aplíquese a cada política y programa el triple cedazo de generar un beneficio directo y tangible al ciudadano; dar visibilidad a la idea de Europa, y acercar a los europeos entre sí.

Para esa nueva Casa Europa el Erasmus es la referencia capital. Ha hecho más por la explicitación de la conciencia de identidad europea que todos los demás programas emprendidos: desde 1987 la movilidad académica procurada por él ha beneficiado a más de dos millones de jóvenes universitarios europeos. Su modestia política, su flexibilidad institucional y su escaso coste demuestran que puede hacerse mucho más con menos mientras en otras ocasiones se logran resultados inferiores con esfuerzos demasiado ingentes.

¿Qué pasos concretos se pueden dar? El paradigma Eurasmus supone multiplicar la dotación del Erasmus/Leonardo, hoy financiado sobre todo por las familias con posibles. Profundizar el programa similar para la formación profesional. Establecer cuotas de investigadores comunitarios no nacionales en los programas públicos de I+D de cada Estado. Reservar en cada Estado miembro parecidas cuotas para los funcionarios y los cooperantes de los otros países comunitarios en los contratos de interinaje, becas o sustituciones temporales. Acelerar la implantación de la tarjeta sanitaria común, el DNI o el carnet de conducir. Comunitarizar los servicios consulares creando "Casas de Europa" al servicio de los ciudadanos de los Veinticinco, sin distinción, visitantes o expatriados en terceros países. Implementar el Estatuto del Residente Permanente, en beneficio de los inmigrantes legales, perchas de integración para sus connacionales recién llegados. Crear bolsas de trabajo, digitales, para toda la Unión. Priorizar la dimensión "consumidor" en las políticas de servicios públicos, desde las tarifas de telefonía móvil hasta la armonización de las conexiones eléctricas e informáticas. Culminar la digitalización de la escuela prevista en Lisboa y completarla implantando una auténtica cultura de la Red. Cuantas medidas refuercen un sentido de pertenencia moderna, tangible, útil. Y fustiguen, así, el desapego.

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