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Columna
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El Mediterráneo amurallado

Los vecinos de Santa Pola del Este nos temíamos, con experimentada razón, que la única parcela pública destinada, en principio, a actividades deportivas y a poder tomarse un Campari al sol, gozaba de un aspecto demasiado apetitoso para el hambre de los especuladores. ¿Sería capaz el Ayuntamiento de permitir su devoración?

Lo ha sido. La reciente revisión del Plan General de Santa Pola, cuyo proyecto se expone actualmente, cambia la tipología del solar y permite una edificabilidad nueve veces superior a la predefinida. O sea: una multiplicación de la altura de una planta a cuatro sin que, además, por si fuera preciso más abuso, aparezca previsión alguna en dotaciones o infraestructuras. Un retrato, en suma, tópico de la corrupción más común que ya padecen millones de residentes en la costa mediterránea o no mediterránea española.

En esta costa, sin embargo, la podredumbre es mayor, como proclaman los periódicos sin cesar y sin cura. Tal como si una macromegalia irremediable hiciera fatal que el Pilar de la Horadada, por ejemplo, haya crecido en pocos años más de un 3.000% pasando de unos 1.400 habitantes a más de 40.000. Un fenómeno semejante sólo se había visto en Shenzen, en China. Y, más tarde, en Shanghai, donde a finales del año 2004 trabajaban el 40% de las grúas de todo el mundo. En España, donde construimos más viviendas que en casi media Europa, las grúas han creado un vértigo referencial que, por si fuera poco, se multiplica en la franja mediterránea, donde el primer kilómetro junto al mar se halla en un 40% enladrillado.

¿Cómo ha podido desencadenarse este desafuero constructor? Sin duda, gracias a las altas sumas empleadas en sobornos, tan importantes como las interminables filas de construcciones, adosadas, enfiladas, trenzadas en una marea que ha destruido el paraje y el paradero.

De manera similar al incontenible tráfico de droga, el dinero disponible para conseguir cómplices políticos y policiales es tan abundante como devastador. En los paisajes que se extienden de norte a sur de la Comunidad Valenciana, especialmente cubierta de cohechos, el resultado se contempla como una repugnante enfermedad de la piel. De la piel del territorio y sus conexiones virales.

En un Estado sin derecho no se habría actuado más torcidamente. O bien, el derecho ciudadano se ha retorcido al punto de estrangularlo. ¿Solución? Lo primero sería actuar, como dice la benéfica ministra, mediante denuncias ciudadanas organizadas pero, a la vez, transferidas las competencias a los Ayuntamientos, la acción vecinal es un mixto al lado de la hoguera del poder cuajado en la alcaldía.

¿Autonomía? ¿Transferencias locales? El resultado más clamoroso de esta gestión ha sido reproducir los modelos caciquiles de hace un siglo. Unos cuantos mandamases del condado se hacen ricos y hacen ricos a los sheriffs con nombres de concejal. ¿Caceroladas? ¿Manifestaciones callejeras? Lo más ventajoso para el especulador de playa es que los protestantes en vacaciones apenas disponen de tiempo y ánimo para su revuelta jurídica o callejera. Congregados circunstancialmente, en momentos de ocio y en condiciones de pasividad vacacional, su movilización apenas logra alguna presión efectiva.

Año tras año regresan a sus residencias y las condiciones urbanísticas, los servicios, los accesos, han empeorado. ¿Hasta cuándo? Hasta que la colmatación impida físicamente construir un metro más. Hasta ese momento la devoración no parece encontrar barreras. Ni zonas ajardinadas, ni parques infantiles, ni zonas deportivas. Cualquier contemplación de suelo vacío o semivacío desencadena el binomio entre la sevicia privada y la bendición pública.

De esa perversa combinación nacen las criaturas deformes que ahora, no aquí ni allá, sino en todo el litoral mediterráneo, han difundido la monstruosidad como forma de vida, el hacinamiento como estilo y la denigración de los seres humanos como sistema fundamental de la riqueza de los promotores. Y de sus compinches.

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