La otra extinción
Ni las 100 peores especies de mala hierba podrían invadir el 70% de la superficie cultivable del planeta, como han hecho ya las 12 variedades agrícolas de mayor consumo en el mundo. Estos 12 clones funcionan bien en las condiciones actuales -de ahí su éxito desproporcionado-, pero las condiciones cambiarán tarde o temprano, y un tiempo más seco, un suelo más salino o una nueva plaga los dejarán inservibles. Así ocurrió en Estados Unidos hace 30 años, cuando un solo hongo bastó para destruir todas las plantaciones de maíz del sur del país, o en Irlanda a mediados del siglo XIX, cuando otro hongo dejó los campos sin una sola patata y mató de hambre a más de un millón de personas. En el pasado, estas situaciones sólo pudieron resolverse acudiendo a especies y variedades de cultivo distintas de las usadas hasta entonces. Pero, a este paso, la próxima vez no habrá ninguna variedad a la que poder acudir.
Según los cálculos de la FAO, la organización de Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación, las 7.000 plantas de cultivo que han alimentado a la humanidad desde el Neolítico corren un riesgo de extinción tan cierto como sus colegas silvestres -apenas 150 de ellas siguen en uso-, y esta peligrosa tendencia ha alcanzado el paroxismo durante el último siglo, con la desaparición del 75% de la diversidad genética en los campos de todo el mundo. Ello incluye al 93% de las variedades hortofrutícolas estadounidenses, por poner un ejemplo bien cuantificado, y al 97% de los tipos españoles de melón, por poner otro bien cercano. Representantes de 104 países reunidos por la FAO en Madrid intentan ahora mismo corregir ese rumbo garantizado hacia el desastre.
Esos 104 países ya ratificaron el marco legal adecuado (el Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos), que entró en vigor hace dos años, pero que no tendrá efectos prácticos hasta que los firmantes despejen su principal escollo económico. Casi todas las especies y variedades que interesa recuperar, preservar y estimular están en los países pobres y, si han de beneficiar a la agricultura de todo el mundo, y también a las empresas que deberán desarrollarlas y comercializarlas, es de justicia que esos países subdesarrollados perciban parte de los beneficios y disfruten de unas condiciones justas para acceder a las futuras semillas. Del encuentro de Madrid debería salir al menos una cuantificación de esas compensaciones. No será fácil poner de acuerdo a los países ricos, pero hay un argumento que debería convencerlos: los principales cultivos europeos son inmigrantes -sus fuentes de biodiversidad están en otras regiones del mundo-, y la falta de acuerdo puede condenarlos a una vulnerabilidad perpetua.
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