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La condición catalanista

En septiembre de 1932, Antoni Rovira i Virgili, uno de los referentes del nacionalismo catalán, escribía un artículo publicado en el diario La Publicitat con el título El valor de l'Estatut. En dicho artículo, Rovira i Virgili hacía una acérrima y contundente defensa del Estatuto de Cataluña incluso antes de su aprobación definitiva por parte de la Cortes de Madrid. El texto final del proyecto nada tenía que ver en algunos aspectos con la primera redacción de 1931. Aun así, en ese momento, la valoración y actitud de políticos e intelectuales nacionalistas y catalanistas como él, fue la única que cabe esperar de quien desea con franqueza y seguridad que su país siga avanzando -aunque sea progresivamente y a golpe de negociación- hacia la plena soberanía y hacia un mayor progreso social, económico y democrático: el apoyo incondicional al nuevo Estatuto y sus logros, a pesar de sus defectos y de sus carencias.

Naturalmente, cualquier paralelismo con la situación actual es más que discutible en muchos aspectos; desde el contexto en el que se desarrolla uno y otro proceso hasta la distancia en los contenidos que han sido objeto de discusión. Tanto la situación actual de nuestro autogobierno, después de los más de 25 años de fructífera autonomía que ha dado de sí el Estatuto de 1979, como el nuevo avance -importantísimo- que va a suponer la aprobación en referéndum del nuevo texto estatutario el próximo 18 de junio, están a años luz de lo que se debatía en 1931 o 1932. Sin embargo, el núcleo de discontinuidad y de ruptura entre ambas coyunturas, viene dado por otras razones y se sitúa en otros derroteros. Entre los que se consideran nacionalistas existe hoy una brecha muy clara que puede resumirse en dos posiciones contrapuestas ante el referéndum. La primera, minoritaria: la de los que desde planteamientos maximalistas de nuevo cuño y desde la actitud tramposa, poco o nada honesta del freerider -decir pestes del Estatuto y al mismo tiempo rezar en secreto para que salga el -, hoy hacen campaña por el no y apuestan -más en público que en privado- por que este Estatuto no salga adelante. Aduciendo argumentos y discursos rimbombantes defienden que más vale hacerse el haraquiri -quedarnos con el Estatuto de 1979 quién sabe hasta cuándo- que sucumbir ante supuestos recortes a la dignidad colectiva. La segunda posición, mayoritaria: la de los que como Rovira i Virgili en 1932 y desde una posición actualizada y moderna de lo que es el catalanismo hoy, apostamos por un patriótico y sin complejos. Es la opción de quienes sabemos que el Estatuto que va a ser refrendado no nos sitúa directamente en el Edén ni resume todo a lo que aspira una mayoría social de nuestro país, pero que entendemos que se trata, indiscutiblemente, de un paso más -necesario y muy decisivo- hacia el escenario de autogobierno al que la ciudadanía de Cataluña, democráticamente, desee llegar a medio o largo plazo, sea el que sea.

Naturalmente, este Estatuto no prevé en algunos aspectos la literalidad y el articulado del proyecto aprobado casi por unanimidad del Parlamento de Cataluña el pasado 30 de septiembre de 2005. Sin embargo, va a suponer un avance en autogobierno, en financiación y en reconocimiento tan considerables que ningún nacionalista por convicción y ningún ciudadano y ciudadana de Cataluña mínimamente sensatos pueden rechazar sin atenerse a las consecuencias de lo que ello supondría: un bloqueo del proceso de reforma estatutaria por un periodo de tiempo indefinido y el malbaratamiento de un escenario político y de una ocasión y un contexto propicios que difícilmente -seamos realistas- va a repetirse a corto plazo. La sinrazón de los que en este referéndum están por el no al Estatuto, no tiene su origen en la pasión por la dignidad del país sino en la pataleta posenfado o en la táctica del más puro partidismo y electoralismo. Y en este sentido no hay ninguna diferencia, absolutamente ninguna, entre el no estético y discursivo de ERC y el no directamente involucionista y anticatalán del PP.

En el largo y costoso, pero vivo y continuo, camino hacia un encaje satisfactorio de Cataluña en España, en Europa y en el mundo -desde las Bases de Manresa hasta el peix al cove; desde los textos más declarativos y bienintencionados hasta los proyectos de autogobierno de mayor seriedad y valor jurídico- la especificidad más propia del catalanismo ha sido siempre la de no renunciar nunca al resultado de una negociación insoslayable con el Estado y a ningún avance posible, por tímido e insuficiente que pudiera parecer. En esta línea, y haciendo uso del citado artículo, las palabras de Rovira i Virgili resumen perfectamente cual ha sido la condición catalanista: "Hay que trabajar, pues, para que dentro de un tiempo no muy lejano, sean debidamente corregidas estas y otras deficiencias. No hay que olvidarlas, pero tampoco debemos convertirlas en una obsesión que nos prive de ocuparnos debidamente de la gran tarea positiva que van a exigirnos las diversas facultades de que vamos a disponer ahora". Por tanto: ambición y un horizonte claro que nos permitan superar las limitaciones y los corsés aún existentes, pero al mismo tiempo pragmatismo e inteligencia para aprovechar positiva y eficazmente los nuevos instrumentos que estén al alcance en cada momento. Ése ha sido el equilibrio sui generis de nuestro nacionalismo.

Y si ha sido así durante más de un siglo, como entender hoy el no, alentado también desde supuestos planteamientos catalanistas, a un texto estatutario que ofrece un techo de autogobierno jamás alcanzado -reconocimiento de Cataluña como nación y de sus derechos históricos-, más derechos sociales para las personas, más competencias en temas substanciales -inmigración, educación, medio ambiente-, y una mejor financiación e inversión que nunca. Lógicamente la plena autonomía de Cataluña tampoco no va a colmarse con el actual Estatuto, otro peldaño más hacia ese objetivo último que muchos compartimos. Sin embargo, va a convertir Cataluña -y no es poco- en una de las naciones sin estado con la mayor capacidad de autogobierno de la que jamás haya dispuesto una región europea. Ante esta realidad el voto negativo en el referéndum del próximo día 18 de junio no pasa de ser una simple sandez y una tozuda equivocación.

Felip Puig es portavoz de CiU en el Parlamento de Cataluña.

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