¿Relax?
A estas alturas de la función del mundo soy abolicionista. Creo que la prostitución debería estar prohibida, penada por la ley en todas sus fases, desde la fuente del proxenitismo hasta la desembocadura de la clientela. Verían entonces los tribunales de justicia qué sanciones aplicar a cada cual y qué circunstancias, incluidas las eximentes de necesidad o de miedo insuperable a tantísimas mujeres que están ahí forzadas. En Hombres y engranajes escribe Ernesto Sábato: "Siempre he considerado portentoso que alguien pueda crecer, tener ilusiones, sufrir desastres, ir a la guerra, deteriorarse espiritualmente, cambiar de ideas, transformar sus sentimientos y, sin embargo, seguir recibiendo el mismo nombre".
A mí también me parece portentoso, en el sentido de desconcertante e incomprensible, que la prostitución siga recibiendo hoy el mismo nombre, cuando resulta evidente que no le cuadran muchas de las definiciones tradicionales ni, por lo tanto, muchos de los argumentos del pasado o que en el pasado pudieron justificar o aconsejar otros tratamientos sociales y legales. Tenemos imágenes, testimonios y evidencias más que suficientes para saber que, ahora mismo, lo que se sigue llamando prostitución tiene mayormente que ver con explotación y tráfico humanos y con formas cada vez más agresivas de discriminación y violencia contra las mujeres. Mi postura abolicionista se apoya en varias razones. Podría resumirlas diciendo que no se me ocurren argumentos a favor de que el cuerpo humano sea una mercancía de curso legal, pero la razón fundamental es que nos encontramos hoy ante un fenómeno mucho más cercano a la esclavitud que a un comercio sexual libre (si auténticamente libre lo ha podido ser alguna vez).
Ha comenzado el Mundial de fútbol. Durante unos días la actualidad va a estar concentrada ahí, todas las miradas puestas en esos campos o terrenos de juego. Pero, ¿es un juego, o qué clase de juego supone el que miles y miles de mujeres, importadas para la ocasión desde Europa del Este, Brasil o los países bálticos, sean prostituidas fuera de los estadios? ¿Qué retrato del mundo y de Europa, qué valores de la sociedad global o de la masculinidad global ilustran los prostíbulos montados a todo correr en los alrededores de los campos de fútbol? ¿Cómo se miden las rivalidades nacionales cuando hombres, obviamente pudientes, llegados de todas partes completan su diversión comprándose a mujeres venidas esencialmente de países pobres o desfavorecidos? ¿Dónde se sitúa en semejante evento deportivo, la deportividad?
Acabará el Mundial. Su resaca durará semanas, meses. Durante mucho más tiempo se seguirá hablando del asunto, de sus resultados y/o consecuencias, pero, poco a poco, la vida recuperará su normalidad. Es decir, que se desmantelarán o redimensionarán los prostíbulos de campaña, y las mujeres importadas volverán a su sitio, aunque es muy probable que muchas de ellas se queden y se destinen a refrescar las instalaciones repartidas por la Unión Europea. Es posible que algunas lleguen incluso a Euskadi -donde el negocio debe de ser floreciente, a juzgar por la amplitud de la sección de contactos de nuestros periódicos de mayor tirada- y se anuncien aquí como chicas "nuevas" o "recién llegadas", de un modo visible, llamativo y con foto, porque ése es el último grito en comercio sexual: anuncios cada vez más grandes e ilustrados, llenando varias páginas de los diarios de mayor circulación.
Día tras día, se nos ofrece el mismo el espectáculo. Sea cual sea el debate político, o el momento social o cultural, la sección que más o más tenaz espacio de prensa ocupa es la dedicada a la prostitución, al "relax"; en medio de la normalización, la pacificación, la incineración, la Y vasca, el currículo o la extenuación de las pesquerías; impasible, inmune, el relax. La pregunta es entonces: ¿qué le relaja a la sociedad ese comercio-tráfico?, ¿qué valores, principios, modelos, expectativas de igualdad y de dignidad pierden en él su tonicidad y su sentido?, ¿a qué precio?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.