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Columna
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Economía procesal

Cojo un taxi. En la radio del coche oigo farfullar a Rajoy: el debate de la nación. Apenas hay que prestar atención para distinguir el contenido de su discurso, el tono serviría igual para un roto que para un descosido. Un tono que niega naturalmente cualquier reconocimiento al adversario, cualquier posibilidad de colaboración o entendimiento. Estoy cansada y acalorada, así que paso de él. Pero de pronto oigo que el taxista dice no sé qué de un repaso. ¿Perdón?, le contesto. Que menudo repaso le está dando, repite. Hago un rápido examen del taxista, para situarme. Debe de andar por los cuarenta y pocos, y lleva unas gafas de sol que me recuerdan a un modelo que se llevó mucho en los ochenta, cuadradas, con patillas y cristales muy negros. Él vuelve a la carga. Que qué gran orador, Rajoy; que el otro no vale para nada; que si no fuera porque las encuestas están manipuladas se sabría que al otro no le apoya nadie. Deduzco que "el otro" debe de ser Zapatero, pero sigo callada. El otro (pero ahora es éste, el taxista) no calla. Paso también de él, incluso cuando le oigo afirmar que esto es una dictadura de izquierdas, aunque doy un pequeño brinco. Deduzco que "esto" debe de ser el Gobierno de España; o acaso España misma. Esto. Es evidente que su limitada capacidad sólo le sirve para repetir las arengas golpistas matutinas que oye por cierta emisora, pero no reacciono hasta que nombra a las víctimas del terrorismo.

Cuando dice que el Gobierno está al lado de los asesinos, me oigo responder. Y ya no puedo parar de hablar, ahora soy yo quien no calla. Casi puedo ver cómo levanta la vista de forma intermitente y me vigila, furtivo, por el retrovisor. Por debajo de la mía, la voz de Rajoy es apenas un susurro sibilante. Le estoy contando de corrido lo que no le cuentan en la arenga alevosa de mala mañana: que hay unas víctimas (que ni siquiera siéndolo quieren serlo), las de la Asociación 11-M, Afectados de Terrorismo, que están viviendo el nuevo y absurdo desgarro de que la Audiencia Nacional les impida, ¡precisamente a ellos!, personarse como acción popular (prevista en los artículos 101 y 270 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) en el sumario que se sigue contra los responsables de los atentados del 11-M, pero se lo permita (por economía procesal, argumentan) a la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), que se presentó primero o, digamos, se aprestó a colarse, aprovechando el abismal desconcierto vital y, en consecuencia, organizativo en el que se encontraban los afectados de los trenes. Le digo, casi le grito, al de las gafas negras de chulo, que los de la Asociación 11-M sólo podrían ejercer la acción popular con el mismo abogado de los de la AVT, lo que supondría someterlos a la estrategia de una asociación claramente manipulada por un partido que no representa ni a todas las víctimas, ni a todos los afectados, ni a todos los ciudadanos, una asociación que se ha atrevido a atribuir a ETA los atentados de marzo de 2004 y ha solicitado diligencias como declarar país enemigo a Marruecos o cerrar locales musulmanes y mezquitas.

La Asociación 11-M, que sólo busca la asistencia integral a las víctimas del atentado y su reparación a través de la verdad y la justicia, no comparte estas posturas y defiende su neutralidad política. Sus diferencias de criterio con la AVT son insalvables. Y a la terrible paradoja de ser discriminados para actuar como colectivo contra lo que les constituyó desgraciadamente como tal, se suman las amenazas y los insultos que reciben desde ciertos medios de comunicación las madres y padres que han perdido hijos, los hermanos que han perdido hermanos, los amigos que han perdido amigos, los mutilados, los heridos, los propios muertos. Desde los medios de comunicación que usted escucha, le espeto. Y pago y me bajo de ese taxi que además no lleva aire acondicionado y apesta como la crueldad.

Y me pongo yo misma mis gafas negras, por el sol y porque estoy a punto de llorar. Y recuerdo a Pilar Manjón, una madre rota que nos da lecciones de integridad. Y caigo en la cuenta de que no la recuerdo con gafas negras, sino mirando de frente con los ojos enrojecidos, tristísimos, valientes, enmarcados por bolsas hinchadas de lágrimas que no saben de economía procesal.

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