Un hombre insignificante
Las casualidades a veces son siniestras: durante seis años, el actor Sean Penn luchó por poder rodar un guión, apenas una nota a pie de página del gran libro de la historia americana de los setenta: el intento de un ciudadano común, Sam (el propio Penn), de asesinar, en el verano de 1974, al entonces tambaleante presidente Richard Nixon, para el propio protagonista, la síntesis del político corrupto, mentiroso y vendedor de humo. Y al final Penn lo logró, claro está, no en vano aquí se trata de hablar del fruto de sus esfuerzos. Pero quien no estaba dispuesta a interesarse por la historia era la propia sociedad estadounidense. ¿La razón? El método que Sam eligió para eliminar a Nixon: raptar un avión y estrellarlo, con él dentro, contra la Casa Blanca.
EL ASESINATO DE RICHARD NIXON
Dirección: Niels Mueller. Intérpretes: Sean Penn, Naomi Watts, Don Cheadle, Jack Thompsom, Brad William Henke. Género: drama, EE UU / México, 2004. Duración: 95 minutos.
De manera que la historia de este precursor de los fanáticos fundamentalistas que trazaron y ejecutaron el 11-S se perdió en el limbo de la indiferencia del respetable: su fracaso en taquilla fue de los que marcan época. Y de una manera tan radical que una película notable, en la que Penn hace uno de los mejores papeles de su vida y que, más paradójico aún, constituye una excelente ocasión para reflexionar de dónde vienen, cómo se fraguan los sentimientos de frustración que, en ocasiones, desencadenan terremotos como el del ataque a las Torres Gemelas, se perdió en la más villana indiferencia.
Un gran retrato
El filme constituye un retrato extraordinario de un postergado, de un don nadie que ve cómo su vida se hace trizas, de alguien que contempla cómo el prometido porvenir es punto menos que nada: "Quiero mi parte del sueño americano, como mi padre, como su padre", exclama en un momento determinado. Pero hasta él mismo sabe que, con la presidencia de Nixon y el trauma de Vietnam, ya no caben sueños dorados: la vida resulta, en esa América en guerra, feroz y despiadada, y él no es precisamente el mejor adaptado para hacerle frente.
Así, este grano de arena entre otros 211 millones de granos de arena que pueblan América, que es como él mismo se ve, terminará, en un imparable proceso psicótico, por expulsar de sí mismo las culpas y arrojarlas en las espaldas de ese presidente que siempre está en los telediarios; de ese felón que miente, en ese archienemigo a punto de derribo. Narración de un proceso de enajenación, pues, El asesinato de Richard Nixon es también una excelente ocasión para comprobar que, contra la cacareada (y en el fondo poco cierta) capacidad de la cultura americana para hacer las cuentas con su propio pasado, los traumas y los pavores del presente pueden más que la capacidad de meditar sobre ellos. Entre otras cosas, porque a nadie le gusta que un compatriota, que uno de la calle, otro hijo de vecino, tenga los mismos impulsos asesinos que el Mal con mayúsculas.
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