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Columna
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Gordos

Dicen que las desdichas nunca vienen solas, pero no nos avisan ni cuándo ni de dónde proceden. Desde hace relativamente poco tiempo aparecen en la prensa noticias alarmantes acerca de la salud de los españoles y de la instalación entre nuestra población de algo que nos era ajeno: los gordos. Siempre hubo alguno, era la excepción. En todas las clases, desde primaria hasta el fin de carrera, en la mili, en lugares de concentraciones humanas, nunca faltó el gordo o la gorda, objeto de rechifla, destino de burlas y saco de golpes inmisericordes e injustos. El gordito de la clase rara vez estaba en los primeros puestos, no le dejaban jugar al balón en los recreos o en los entretenimientos femeninos entre las chicas. Tenía que sobornar a los más sinvergüenzas para sobrellevar, con ciertas garantías, el sanbenito de su peso extra. Pero solían ser casos únicos o muy raros.

Por mi edad formo entre los que tuvimos la enorme fortuna de consumir el agua más rica del mundo, el agua de Lozoya

Los españoles -y eso se notaba entre los varones cuando había desfiles militares- solían ser menudos, escuchimizados, morenos y maliciosos. Hoy, desde hace ya dos o tres generaciones, han crecido, ellos y ellas y el metro setenta parece ser la barrera inferior.

Pero cada vez hay más gordos. Quienes hayan visitado Estados Unidos observan -con cierta curiosidad- la cantidad de mujeres, hombres y niños que lucen con garbo un sobrepeso desaforado. No son casos singulares, sino familias enteras, sin distinción de raza, situación económica o filiación religiosa, a quienes se ven los domingos, bamboleantes, camino de la iglesia episcopaliana, la mezquita, la sinagoga o el templo cristiano, como pequeñas tropas de globos, donde el padre, la madre y los hijos son sumamente corpulentos.

Los contemplaba con atención y curiosidad, disimulando el estupor de ver a un guardia de tráfico de unos 140 kilos, dirigiendo la circulación con energía y competencia. Mujeres presuntamente ancianas, negras o blancas, budistas o luteranas, temblándoles las carnes en los holgados trajes que les proporcionan comodidad y abrigo. Tiene el gordo cierta gracia de movimientos sorprendente, muy a menudo soportada por pies increíblemente pequeños. En el cine de mi niñez, nos reíamos con las desventuras de Fatty y luego la insolente torpeza de Oliver Hardy, ante la atónita normalidad de Stan Laurel. Hoy destacarían por lo que eran, excelentes cómicos, sin que fuera indispensable la adiposidad añadida.

En el circo, incluso el clown de refulgente vestimenta, ampliaba las caderas con postizos, porque ello movía a la risa y los payasos -que al mismo tiempo tenían que ser atletas consumados-, se vestían con ropas varias tallas superiores. Las carátulas que se conservan de los actores cómicos griegos nos ofrecen sus mofletes que parecen hechos para recibir bofetadas.

Hace tiempo que se averiguó esta extraña mutación, especialmente en Norteamérica: no beben agua. Los niños rara vez se alimentan de la teta materna, pero consumen leches maternizadas rebosantes de proteínas y aditivos profilácticos de todos tipo. Luego puede que beban leche, pero azucarada o enmascarada con otros nutrientes y sabores. Apagan la sed con las colas, los refrescos, helados, sorbetes y cualquier tipo de bebida que se sirva envasada. Sostiene mucha gente que, desde hace casi 100 años, una enorme cantidad de sujetos americanos del norte no han probado el agua, ni la del grifo, ni del arroyo, ni la mineral. El propio escritor nacional, Mark Twain, dejó dicho que, consumida con moderación, no hacía daño. Pues ni eso siquiera.

La moda, el uso, el hábito ha hecho fortuna entre nosotros. Por mi edad formo entre los que tuvimos la enorme fortuna de consumir el agua más rica del mundo, el agua de Lozoya, que consumía la mayor parte de Madrid. En plena canícula, dejando discurrir unos minutos el grifo -algo hoy no aconsejable- salía fría, pura, con un sabor, o una falta de sabor especial, que convertía el acto de beberla en una delicia para el gusto. En las noches veraniegas que se avecinan, el madrileño tenía a mano el rezumante botijo que le regalaba la laringe bebida a chorro. El barro, la arcilla, compañera del hombre desde las cavernas, seguía conservándole el don gratuito del agua que bajaba de la Sierra. En Madrid se compartía con la llamada "agua gorda", la procedente del embalse de Santillana, de peor calidad, pero que hoy también nos sabría a gloria.

Ayudaba a hacer la digestión y, desde luego, no engordaba.

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