En memoria del escultor Miguel Ortiz Berrocal
La iniciación conjunta en los años cincuenta en el difícil oficio de la escultura de la mano de Ángel Ferrant, nuestras vivencias dentro y fuera de España, nuestra mantenida amistad durante cerca de sesenta años, creo que me autorizan para dar una opinión en el momento en que nos ha abandonado Miguel Ortiz Berrocal.
Miguel ha sido uno de los escultores españoles con mayor proyección internacional. Su currículum artístico es apabullante. Su bibliografía, difícil de igualar.
De forma tardía, España le dedicó atención a su obra: en 1984 el Ministerio de Cultura organiza una exposición antológica en el Palacio de Velázquez del Retiro. Más tarde, el Ayuntamiento de Madrid patrocina otra gran exposición en las Bóvedas del Conde Duque. Quizá la crítica y el gremio artístico no fueron excesivamente justos con su obra.
Después de asimilar gradualmente influencias tan notables como el primer Chillida y la obra sosegada de Henry Moore, de rumiar la esencia de la estatuaria mediterránea, Berrocal aplica a sus esculturas una cuarta dimensión, despiezando, articulando y ensamblando lo que en una ocasión describí como una "cristalización de las entrañas".
Con el montaje y desmontaje de sus obras se establece una participación apasionante y apasionada en la que el manipulador se convierte a su vez en creador, ayudando así a mejor comprender el misterio y la dificultad del arduo proceso material y mental de la escultura.
Estas circunstancias hacen su aportación al complejo mundo del arte indiscutible y esencial.
Estas mismas difíciles características determinan también la aparición de una escultura seriada o multiplicada en paralelo a la edición de la obra gráfica, literaria o musical. Una forma eficaz de poner la escultura en el mayor número de manos. Y por otro lado, una característica tradicional de la escultura, repetida y trasvasada a través de los siglos.
Para solucionar técnicamente esta forma de trabajar, encuentra en las fundiciones artísticas e industriales de Verona el lugar más idóneo para llevar adelante esta tarea, instalándose allí desde el año 1966. Por su Palacio Rizzardi, en Negrar, van pasando todos aquellos que cuentan en el mundo del arte a nivel internacional. Su generosidad, aliada a un instinto promocional propio, le va abriendo las difíciles puertas del arte.
Pero llega un momento en que, andaluz nostálgico, como el Picasso que tantas pautas marcó en su vida, decide regresar a sus raíces. Se crea la fundación que lleva su nombre y se instala en su pueblo natal, Villanueva de Algaidas, en Málaga, del que está ausente desde su adolescencia y donde acomoda su taller y su museo, no sin luchar con el ambiente cultural oficial andaluz.
Miguel se había configurado una imagen muy singular, algo así como una mezcla de picador y procónsul romano de la Bética. Toda su vida ha sido un amante del mundo del toro y de la copla.
Y se da la circunstancia de que, curiosamente, su muerte coincide por azar con el día y la hora en el que una abrumadora explosión mediática destapa como nunca el tarro de las esencias de los lutos patrios.
Mi cándida reflexión, que no creo única, sería constatar las insalvables fronteras que existen entre la llamada "cultura popular" y la "cultura" a secas, y de paso verificar el poco lugar que una concede a la otra.
Pero en fin, Miguel ya descansa, desde ahora y para siempre, en el íntimo cementerio de su Algaidas natal que él, en el año 1954, retrató en un lienzo al que puso como título, en un arranque irónico muy andaluz, El cortijo de los callaítos.
José Luis Sánchez es escultor y académico de Bellas Artes.
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