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Columna
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El declive de la objetividad

Los libros, las películas, los videojuegos no triunfan por su eventual valor objetivo sino por la errática aceptación del personal. Esta soterrada ecuación de casi toda la vida se ha convertido sin embargo en una desbordante tendencia universal.

No importa demasiado la crítica profesionalizada sobre una cosa u otra sino, ante todo, el criterio del vecino, del oyente o del otro que se expresa a través del blog. No vale el amplio clamor de la publicidad, sino el susurro del boca a boca. No importa la mensurable importancia de las realizaciones políticas, sino la habilidad para hacerla creer. Lo subjetivo toma el lugar de lo objetivo puesto que, no siendo casi nada canónicamiente indiscutible, lo crucial es la rauda sentencia del corazón.

Las empresas de comunicación son hoy menos decisivas por causa de la objetividad de su información que por su astucia para hacerla relativamente más sabrosa. El receptor no responde al viejo modelo mecanicista que discierne, asume o expele de acuerdo al dispositivo que proclamó la misoginia de la Ilustración. El sujeto posmoderno es, por el contrario, un prototipo feminizado que vislumbra, intuye y concluye siguiendo una vía preferentemente sentimental. En consecuencia, las películas, los libros, los políticos no pueden esperar ser lo que fueron ni atenerse a las consabidas leyes del valor.

No debe descartarse que, objetivamente, el presidente del Gobierno sea comparable a un baúl repleto de ideas pero subjetivamente expande vaciedad. Frente a él, no puede afirmarse que a Rajoy, objetivamente, le falte razón en la mayoría de sus últimas peroratas, sean sobre ETA o sobre el Estatut, pero resulta más que arduo alinearse con alguien que con irrefrenable obstinación elige corbatas anaranjadas. El color amarillo representa, dentro de la indumentaria masculina, el polo opuesto a la elegancia. Las chaquetas y las camisas amarillas, las corbatas, los pañuelos, los calcetines amarillos estigmatizan a sus portadores. Pero, de inmediato, le secunda la elección naranja, tratándose de un caballero.

La naturaleza del discurso político no sufrió estos inconvenientes en tiempos menos escénicos pero ahora, en el mundo supervisual, las palabras nunca llegan desnudas de ropas y complementos. La ministra de Cultura, por ejemplo, acaso no es castigada con notas bajas en los sondeos por esto o aquello de su departamento sino por esto o aquello de su guardarropa. Y lo mismo valdría desde luego para Zaplana, que compromete su credibilidad tanto o más por el cariz de su porte que por las imputaciones todavía por dilucidar. La pinta, que hacía antes efecto sobre un pequeño grupo, se extiende hoy masivamente sobre la opinión en general. Porque, contrariamente a lo que se registraba en el periodo de la industrialización, la sociedad ha pasado de asumirse como anónima y muda a vindicarse como personificada, fisgona y con derecho a levantar la voz.

A las pomposidades de la Constitución, a los himnos de los Derechos del Hombre o a los Diez Mandamientos que dejaban al pueblo pasmado, han sucedido los derechos del consumidor. A la compleja regla de que no basta ser honrado sino, además, parecerlo, sigue la simple idea de que parecer honrado es ya igual a serlo. La apariencia supera el nivel del reflejo para llegar a traducirse en materia que nos entra por los ojos, nos cura o nos enferma. Y ello difundido a escala global tal como si el tú a tú contaminador de la relación privada se reprodujera planetariamente a través de la vigilante omnipresencia de los media.

La nueva medicina, la nueva televisión, las nuevas marcas se preocupan por conocernos y hablarnos cara a cara, se proponen sondearnos la intimidad y simpatizar con ella. La actualidad es subjetiva. Y lo subjetivo representa respecto a lo objetivo lo que la cultura cosmética del capitalismo de consumo respecto a la pesada cultura del capitalismo de producción. O, también, lo que el ascendente y parlante mundo de lo femenino ofrece en relación al mundo de lo muy masculino y su empachoso afán de declamación.

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