Parada militar
En la obra de Mozart, de quien seguimos celebrando aniversario, no abundan los militares ni las referencias al universo castrense, pero existen dos citas de las que inevitablemente me acuerdo cada vez que, por un motivo u otro, toca pensar en sables y medallas, y a las que regresé el domingo, mientras contemplaba por televisión la parada que revistaba el Rey desde Sevilla con la mano en la visera. Ambas pertenecen a óperas y son irónicas, no por la letra, que contiene los homenajes de rigor al honor y el valor en la batalla, sino por la música altisonante, trufada de vientos y estridencias, que emparienta antes con el Miles gloriosus de las farsas que con la devoción a la patria. Una, el coro Bella vita militar, se encuentra en el primer acto de Così fan tutte y presenta la milicia como una gran ocasión para conocer mundo; la otra, el aria Non più andrai de Las bodas de Figaro, trata de convencernos de que el ejercicio de las armas resulta mucho más viril y provechoso que el del amor, al que sólo se entregan los pusilánimes. Ambos son muestra, creo, de la barrera de distancia y muchas veces incomprensión con que los civiles observan la vida soldadesca. Se me ocurre que el desfile del día de las Fuerzas Armadas, que yo creía extinguido y perteneciente a edades más oscuras, busca precisamente subsanar esa brecha: desea presentar el ejército a la gente, aproximar a la población a los uniformes y las bayonetas y convencerla de que está compuesto de personas que sienten, respiran y sudan como las demás y que están ahí para arrimar el hombro si las cosas se ponen feas, no para amenazar a nadie. De chico, a mí solían llevarme a presenciar este despliegue guerrero anual si el acontecimiento se producía en casa, como ahora, o me plantaban en el sofá para que contara el número de fusiles desde el televisor. Mis dos abuelos fueron militares, un primo mío llegó a oficial de paracaidistas, y en la familia las muestras de reverencia al color caqui nunca escasearon: no guardo, como Borges, recuerdo de viejas espadas que algún antepasado empuñara en una heroica batalla, entre otras cosas porque nuestro pasado no ha abundado en heroicidades de ninguna clase, pero siempre se me educó para ver en la existencia cuartelaria uno de esos futuros con mayúscula a los que una persona de pro encaminaría sus pasos. Razón por la cual, seguramente, opté por convertirme en objetor de conciencia.
Por fortuna muchas cosas han cambiado y este desfile, según creí comprobar la otra mañana, ya no se disculpa con los mismos pretextos de antaño. El comentarista se preocupó cuidadosamente de hacer referencia a las labores humanitarias de este o aquel batallón, a la vez que de alabar la modernidad y eficacia de los nuevos carros de combate; las trenzas y los moños menudeaban en las filas hasta el punto de hacerme dudar de si la incorporación de la mujer al ejército es realidad o material publicitario; las tropas parecían frescas, jóvenes, salidas de la calle, y no de una foto del color del humo y la ceniza. Algunos seguimos recibiendo con algo de alarma estas ringlas de uniformes apoderándose de las calles de una ciudad, sobre todo después de las declaraciones de ciertos altos mandos sobre la Constitución, el tocino y la velocidad, pero entiendo que las Fuerzas Armadas se juegan no poco en cada una de las exhibiciones: la confianza de una ciudadanía que sigue mirándolas de reojo, que sigue acordándose del ruido de botas del pasado y las arbitrariedades y aspavientos de un régimen en que la primacía de los galones se cimentaba más en el temor que en el respeto. Todavía, de vez en cuando, algunos de nuestros comandantes da muestras de no entender con suficiente claridad que la ley supedita la guerrera al chaqué y se permite el lujo de reprender a ministros o sugerir al congreso cuál es la opción apropiada en una disyuntiva. Pero si quieren ganarse a los compatriotas a los que dicen defender, deberían desterrar de una vez esas ideas escleróticas y comenzar a admitir que son funcionarios como los demás, cuyo cometido, en vez de rellenar estadillas en la penumbra de los despachos, consiste en vigilar garitas o cubrirse las rodillas de barro en las maniobras.
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