La verdad del trilero
Dada su general indiscriminación estética, los premios de poesía se han convertido demasiadas veces en una golosina para los instalados. Por fortuna no siempre es así. Ben Clark (Ibiza, 1984), ganador junto al jovencísimo David Leo García del último Hiperión, era ya poeta édito en catalán y castellano, con Secrets d'una sargantana (2001) y Cabotaje (2005). Los hijos de los hijos de la ira registra en el título una marca generacional, aunque la presencia de valores supuestamente juveniles no basta por sí sola para nutrir una poesía actual, ni explica la singularidad de ésta, que echa a andar como si se tratara de un relato cosmogónico ("Llovía en las aceras y en las casas. / Llovía en todo el siglo XXI") y se concreta en la fantasmagoría de una urbe encapotada por "el 'neblumo', el smog de las farolas". Aquellos hijos de la ira que hace sesenta años se asfixiaban entre estertores frenopáticos, y cuya exasperación gesticulante quedó amortizada por su previsibilidad retórica en la voz de esforzados epígonos de Dámaso Alonso, se parecen poco a estos hijos (en realidad nietos) de los hijos de la ira, más a menudo arrellanados en el tedio que atribulados por la desesperación.
LOS HIJOS DE LOS HIJOS DE LA IRA
Ben Clark
Hiperión. Madrid, 2006
64 páginas. 7 euros
Pero los jóvenes ahítos no
pueden abandonarse a la contemplación de su ombligo, pues a su lado rebullen los nuevos indigentes: "¿Y dónde el Paraíso prometido?". El excipiente rítmico de la poesía de Clark es de base clásica, pero su discurso no está escayolado, gracias a las quiebras métricas que alivian la rigidez y a su poderoso componente imaginativo, que en la sección primera combina la retrospección rememorativa con la mirada extrañada al entorno, en la segunda se deja llevar por las incitaciones sin argumento de la música y en la tercera se pone al servicio de una construcción amorosa. En el epitafio final, La verdad del trilero, el yo se erige como producto de un pretérito imperfecto: "Mi sangre estuvo en Somme, estuvo en Ypres. / Entre más de un millón de toneladas / de carne un tal Frank Mead, / mi bisabuelo". Los hijos de los hijos de la ira no es un libro de estructura compacta, ni falta que le hace. Alguna vez sorprende su candor expresivo, y ciertos golpes de efecto dejan ver el miriñaque retórico. Natural, si consideramos el mundo que se nos presenta no como algo constituido o embalsamado, sino constituyéndose, y por ello vivo. Hay en él versos y poemas tajantes, soltura imaginativa y un atrevimiento que no se encoge ni cuando tiene que apoyarse en la tradición. Es éste, en fin, un libro de poesía joven que, con permiso de Perogrullo, es poesía, y es joven.
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