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Columna
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doñabaldomera.com

Es la condición humana, no hay que darle vueltas. Con poquísimos toques de modernidad renovamos los vicios, las sombras y las luces de la noria cotidiana a la que estamos uncidos. Sorprende la esterilidad imaginativa en cuanto atañe a la colectividad y hace bueno el supuesto de que más vale malo conocido que malo por conocer. Aunque parezca increíble aún hay personas en la capital del Reino a las que engañan con los vetustos timos del tocomocho, el nazareno, la estampita.

Es inútil la publicidad que a ellos se les ha dado siempre; antes, en los diarios, después, a través de la radio, la omnipresente televisión, los recurrentes comentarios que forzosamente han de llegar hasta las personas más descuidadas. En las estafillas personales interviene el cuerpo a cuerpo entre el granuja que se apodera de los recursos ajenos y el asomo de malicia y mala fe del engañado, que, a su vez, se rinde a la tentación de aprovecharse del estupor ajeno. Quien hace el papel de "tonto" balbucea su incomprensión ante el décimo o el cupón, que ni siquiera sabe que ha sido premiado. El compinche lo confirma y entre ambos excitan la codicia, semidormida entre los pliegues del alma, para levantar los ahorros de una víctima que recibe un castigo siempre excesivo.

Aún hay personas en la capital a las que engañan con vetustos timos

Puro folclore psicológico que produce parcos beneficios. Magnificado, llevado a estadios populares, en cambio, el estrago está mucho más extendido, y el botín, mucho mayor. Hablamos del reciente supuesto timo de los sellos de correos, que no es una novedad. Hay otras macroestafas en el aire, favorecidas por la concupiscencia de la gente, la posibilidad del "pelotazo", aunque en esta otra modalidad, bastante más dañina, se confunde la codicia con el ánimo natural de extraer algún beneficio al inerte peculio, que no produce prácticamente nada guardado en los bancos -ya cobran por derechos de custodia-. O las inversiones normales de demorada ganancia, comida por la inevitable devaluación de eso que llamamos dinero, permanente piel de onagro que se nos deshace entre las manos.

La base de este asunto de la filatelia es la misma que en los años cincuenta -cuando sobrevivía junto al hambre el instinto del ahorro- cuando se pusieron en marcha las estafas de las granjas avícolas y de las colmenas. Con muchísima menos incidencia propagandística que hoy, se comunicaba a la población civil la posibilidad de obtener provecho de los duros de plata que muchos guardaban después de la guerra.

Una organización benemérita ponía a la disposición del inversor una docena, dos, treinta docenas de gallinas -la cantidad era variable- que se custodiaban en sendas granjas modelo, donde los expertos las criaban, cuidaban y administraban la puesta diaria. ¿Cuánto produce una ponedora media? Esa cantidad, presentada con prudente optimismo, se aplicaba al precio de los huevos en el mercado, se multiplicaba por los días del año, el número de aves y la inversión en unas cuantas cluecas que cumplían con su obligación, generando una renta moderadamente apetitosa.

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Lo mismo ocurría con las abejas. En lugares óptimos para su instalación, existían decenas, millares de panales en alquiler que requerían pocos cuidados y que producían una selecta miel y una cera refinada, el producto de cuya venta iba a parar a los felices propietarios de las colmenas. En teoría, un negocio claro, fácil de entender y que se refería a productos de consumo general.

El fallo es que en el asunto de las gallinas sólo había medio centenar de ellas en un chaletito en las afueras de Madrid y las laboriosas abejas existían sólo en fotografía.

Los primeros socios estaban encantados de la vida: cobraban puntualmente el supuesto producto de la venta de huevos o miel, pero era con las aportaciones de los nuevos participantes, un caudaloso río en los comienzos. Sabe Dios desde cuándo se ha producido este fraude colectivo, pero en nuestra historia de la delincuencia figura como precedente histórico una de las hijas del escritor Mariano José de Larra, la célebre Doña Baldomera, pionera de las estafas "piramidales", origen de esta modalidad de fraude.

Pedía dinero contra altos intereses, pagaba a los inversores iniciales y, como es fatal, necesitaba continuamente allegar fondos para atender pagos, vivir a lo grande y pensar que el tiempo de las vacas gordas no iba a tener fin. Técnica similar a la de Gescartera y todos los timadores que ofrecen duros a cuatro pesetas. Hay algo invariable en estas aventuras financieras: jamás salen bien. Nunca.

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