¿Estás fino, Valentino?
Precedido de un cortejo de fotógrafos, comisarios, bailarinas, vendedores, mecánicos y titiriteros, llega el campeón mundial tocando la bocina. Nunca sabremos si el rey del Continental Circus, este entusiasta aprendiz de payaso, es Harpo Marx disfrazado de Valentino Rossi o Valentino Rossi disfrazado de Harpo Marx. Ambos parecen el resultado de una misma conjunción astral o más bien el producto de un ambiente desaforado en el que sólo consiguen un billete a la posteridad quienes saben combinar la extravagancia con el talento. Está claro que, con su arbitrario número 46, su pelo ensortijado, sus cejas voladoras y su nariz traviesa, Il Dottore mantiene colgada de las orejas su apremiante sonrisa de cómico y que, sitiado por las dudas y las prisas, su camerino, el camerino de Yamaha, es hoy el camarote de los hermanos Marx.
Ahora, cuando los motores de cuatro tiempos, tan graves y tan profundos, se relevan en los boxes como las notas en los tubos del órgano, todo indica que Valentino conserva el valor más acreditado en el territorio de los campeones: el valor de la confianza. Pero, en realidad, está muy preocupado. Superada y rendida la promoción de Sete Gibernau, Loris Capirossi, Max Biaggi, Kenny Roberts Junior, Carlos Checa o Alex Barros, él se apropió de la leyenda de invulnerabilidad que protege a los grandes campeones como un segundo esqueleto. Ni siquiera los triunfos de Marco Melandri durante los meses de la basura del año 2005 le parecieron un mal presagio; por eso se limitó a celebrarlos con un espaldarazo y una mirada condescendiente, como los monarcas agradecidos conceden un título nobiliario o un honor temporal a los caballeros leales. El chico se despojaría del yelmo, se secaría el sudor, haría un guiño, inclinaría la cabeza y renovaría el voto de obediencia para la próxima temporada sin permitirse el más leve gesto de desafío.
Con tales antecedentes, los planes de Valentino estaban escritos: dedicaría el invierno a vestir el color rojo cereza de Ferrari para importunar a Michael Schumacher, estimular a los cronistas y galantear a los dueños de Il Cavallino y, luego, llegado el momento, se pondría la armadura, enjaezaría su Yamaha, desenvainaría el mandoble, amagaría un par de golpes y restablecería el orden jerárquico.
Aunque sus planes eran ésos, apenas había vuelto a su antiguo reino cuando supo que algo muy perturbador había sucedido en su ausencia. La corte estaba poblada de conspiradores: de repente, se dio cuenta de que varios nuevos pilotos tenían el gesto rayado del usurpador.
Luego, los hechos se encadenaron como en una pesadilla: le atacó Hayden, le atacó Stoner y, como era de esperar, le atacó Pedrosa.
Hoy, en garde!, volverá a jugarse el podio, su trono de madera, en la campa negra de Le Mans.
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