La zarzuela del paseo del Prado
El autor asegura que los arquitectos deben ayudar a que se tomen las mejores decisiones para la remodelación de esta zona urbana, con sosiego, sin dejar que las polémicas arribistas originen una caza de brujas.
Después de unos días de intensa polémica, la incipiente batalla del paseo del Prado remite un poco, por la prórroga de seis meses dictada por el alcalde de Madrid. Es el momento de intentar reconducir una polémica que ha puesto sobre la mesa tantos argumentos torticeros como mensajes arcaicos, y tantas afirmaciones gratuitas como llamadas a la irregularidad pública, o al motín de Esquilache. Con intenciones de todo tipo, se han ido pasando por alto décadas de consenso sobre la planificación urbana, métodos administrativos, procedimientos de concurrencia pública y objetividad de criterios de jurados independientes.
Por no se sabe bien qué razones, contra el proyecto del paseo del Prado-Recoletos se ha esgrimido toda una serie de discursos catastrofistas o maniqueos que han hecho aflorar la tradición cainita de los profesionales del urbanismo, de un lado, y la revancha popular ante ciertas insatisfacciones urbanas madrileñas, de otro. Eso sí, conducidas de la mano de improvisados líderes que quieren ser parte, juez, jurado y arquitectos.
En tanto algunos vulneran los procedimientos y las formas, algún urbanista preclaro ha afirmado, para más escarnio, que el proyecto es banal e innecesario, como si la ciudad fuera una tramoya estática. En una función de teatro imaginaria sobre la Villa y Corte, se comportan los primeros como si desconocieran el papel de los concursos y las reglas, atribuyéndose el papel de sabelotodos. Mientras, los otros, desde sus tribunas, se aplican a inmovilizar la ciudad por mor de una memoria mal entendida y asimilada, como si este país no tuviera arquitectos contemporáneos ilustrados, que no fueran arboricidas.
La cultura asigna el nombre de arquitectos a quienes ordenan el espacio para las actividades urbanas, pero es fácil utilizar tribunas mediáticas para acusar de estrellas a los que son, simplemente, arquitectos y urbanistas prestigiosos, y colocar en su sitio a los actores de una mezcla confusa. Conglomerado antiideológico, que se encadena a la idea de que cualquier tiempo pasado -y su espacio correspondiente- fue mejor. En ese ámbito del debate sin freno -que algunos encuentran confortable, frente a los procedimientos democráticos de definición y decisión sobre el espacio público- hay hasta quien cree que el tiempo es inmóvil, que los árboles son estatuas y que lo sostenible es lo intocable.
Una representación como ésta tiene todo el aire de una zarzuela, en la que los personajes se intercambian para divertir al público; izquierdistas, derechistas, aristócratas, urbanistas y chulaponas desfilan por el escenario y cantan las alabanzas del árbol y del paseo que sólo unos pocos imaginan o desean, sin la menor idea de lo que va a suceder realmente con un proyecto elegido por concurso, aprobado, presupuestado, alegado (y reformado por las sugerencias de los afectados). Un proyecto que ha sido avalado por los representantes democráticos de dos corporaciones municipales. La zarzuela La Gran Vía es una obra lírica que cuenta los comentarios y la polémica acerca de los derribos para sanear y transformar la nueva avenida de Madrid. ¿Les suena? Podría recordar a Marbella, pero es todo lo contrario. El de Prado-Recoletos es un concurso público transparente y riguroso, y aquí, en Madrid, sobra cultura (aunque falta la tonadillera) y, sin embargo, coinciden las fantasmagóricas intenciones de dejar la decisión en una sola persona, fuera de cualquier fuero.
Llegados a este punto, sin menoscabar el debate político, que puede ser todo lo largo e intenso que los protagonistas quieran, parece acercarse el momento del debate técnico. Incluso de plantear la defensa de la legalidad de los procedimientos y la solvencia del proyecto. La solvencia de sus autores está fuera de toda duda, como se encargan de apostillar todos estos críticos -que hoy no se atreven mucho con Siza, Hernández León, Riaño y Terán, más todo el equipo de colaboradores, historiadores, botánicos, etcétera-, porque aquéllos ganaron por concurso público ante un jurado de reconocido prestigio e independencia. Esos arquitectos empezaron por buscar alternativas al túnel implacable y a la supremacía del tráfico; como debe ser.
Como presidente de los colegios de arquitectos, tengo que defender los procedimientos reglados, los jurados independientes, el rigor profesional y las propuestas sostenibles. Defiendo una postura corporativa, pero no se alarmen. Es la postura responsable, que consiste en otorgar a los concursos la validez que la sociedad les confía. No puedo dejar de decir que no es justo, a la vez, defender la elección digital de un arquitecto y luego atarse a una polémica que se tiene que llevar por otros cauces, de diálogo, iniciativa pública... y control democrático. Perder la razón en un conflicto suele hacer creer que sólo uno tiene la razón en él; pero no he visto síntomas de eso, ni en los responsables del Ayuntamiento de Madrid, ni en el equipo ganador del concurso. Nada indica que se quiera imponer algo que no esté estudiado, convenido, garantizado y sujeto a la máxima transparencia.
En cambio, considero poco fiables las posturas que hablan de talas masivas, no me gustan las convocatorias unilaterales a los finalistas que perdieron, y mucho menos las llamadas a movilizaciones insensatas; o las tomas en consideración del desconocimiento, o del debate antidemocrático de los tribunos ignorantes para levantar una campaña política; de cuadros o de votos, más que de árboles.
Un poco de calma puede volver al eje Recoletos-Prado. Los arquitectos y urbanistas deben ayudar a que se tomen las mejores decisiones desde la multidisciplinariedad, la sostenibilidad y el sosiego, sin dejar que las polémicas arribistas se conviertan en el eje de cazas de brujas -en este caso, de arquitectos y responsables públicos-, que no han hecho más que cumplir con sus obligaciones con la mayor pulcritud.
Un escenario contradictorio con éste nos llevaría -lejos de la zarzuela y el vodevil- al despotismo ilustrado o al analfabetismo urbanístico -muy anterior a Carlos III-, y eso no nos gusta a los ciudadanos que vivimos o somos originarios de Madrid.
Carlos Hernández Pezzi es presidente del Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España.
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