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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El tobogán afgano

Alrededor de cien personas han muerto en Afganistán en dos de las más violentas jornadas desde que el régimen talibán fue destruido por las bombas estadounidenses en 2001. El ataque de ayer en la convulsa provincia sureña de Helmand contra edificios gubernamentales y puestos de policía es el más grave en cinco años. Lejos de la progresiva aniquilación que proclama Washington, la guerrilla talibán rebrota cada primavera de forma más audaz y sanguinaria.

Estados Unidos y sus aliados, tan renuentes éstos durante los dos últimos años a ampliar su presencia militar en Afganistán, parecen no haber asumido cabalmente que el antiguo feudo integrista se mueve en el filo de la navaja. Y que evitar que regrese al caos o se convierta en generalizado campo de batalla depende, entre otros factores, de un contundente despliegue de la OTAN, en la que se configura como la operación más decisiva de la desvaída Alianza en muchos años. Se prevé que para finales de año unos 16.000 soldados internacionales asumirán la responsabilidad de la lucha contra la insurgencia, además de los más de 20.000 estadounidenses sobre el terreno.

Afganistán representa una encrucijada política y estratégica que Occidente no puede permitirse volver a perder. Pese a sus elecciones en otoño pasado, las primeras en casi 40 años, y al Gobierno que preside Ahmed Karzai, cargado de figurones y corruptos jefes locales, el país es anémico institucionalmente y exige imperiosamente afianzar una seguridad que se extiende poco más allá de los confines de Kabul y de algunas zonas del norte. La parte meridional del país es un territorio en guerra permanente, donde se manifiestan de forma creciente los mismos patrones de terror que en Irak.

Además de la acción de la OTAN, el otro requisito imprescindible para asegurar Afganistán es lograr de una vez la colaboración leal de Pakistán. El oblicuo régimen del general Pervez Musharraf, privilegiado receptor de ayuda económica y militar estadounidense, quita con una mano lo que da con la otra. El resurgimiento talibán está en relación directa con el hecho de que sus fanáticos combatientes tienen sus bases en el vecino Pakistán, donde encuentran refugio y con frecuencia armas e instrucción de los servicios secretos de Islamabad.

Hace poco más de tres meses que una conferencia internacional en Londres se las prometía muy felices sobre la reconstrucción afgana. En la hoja de ruta de este loable y caro proyecto figuran mojones como la creación de una policía eficaz, la disolución de las numerosas y formidables milicias a las órdenes de caudillos periféricos o el fortalecimiento institucional. Los hechos vienen a demostrar lo ilusorio de planes tan prometedores en un país que se desliza aceleradamente por la pendiente de la anarquía.

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