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Columna
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Los cien días

Vicente Molina Foix

Propongo aquí la prueba del algodón al cumplirse exactamente los 100 días de la inauguración de la Terminal 4 de Barajas, el periodo iniciático que suele darse a los gobiernos e instituciones que nos rigen o afectan. Yo soy un afectado del grupo B, que, por razones de tipo personal mezcladas a las profesionales, he tenido que usar esa terminal 18 veces desde que empezó a funcionar el 5 de febrero. No siempre viajo tanto.

De los nuevos edificios, sistemas de acceso y semiótica visual y acústica de la T-4 yo mismo he hablado antes en esta página, señalando cómo en una obra tan ultramoderna y aerodinámica persistían los rasgos de la España eterna: el cubo de plástico para las goteras de la macroestructura y una "señalética hispánica" hondamente racial en los avisos grabados en los trenes internos. Eran detalles, apuntes, ruegos, uno de estos atendido, y muchas gracias, por la EMT, que ya permite la introducción de maletas en sus autobuses al aeropuerto, aunque algunos vehículos de la flota carezcan de espacio para el equipaje; anteayer, volviendo del último de mis viajes, viví una simpática escena de carromato gitano, sentado todo el trayecto hasta el Intercambiador de la Avenida de América encima de mis maletas y rodeado de un grupo de estudiantes andinas cuyas mochilas, apiladas en el pasillo del autobús, recordaban el Machu Picchu.

Lo que hoy quisiera, en mi accidental calidad de frecuente viajero, es subrayar la monstruosa inutilidad del nuevo artefacto, su grandilocuencia narcisista, su desprecio al usuario, su, en suma, inhumana desproporción, frente a la cual sólo puede argüirse una belleza de línea, indiscutible en las cubiertas onduladas y los techos de madera alabeada (aunque el arco iris de los pilares exteriores recuerda demasiado el colorido de las medias estilo Ágata Ruiz de la Prada) y una mayor eficacia en los embarques y desembarques, de momento relativa: sólo en el 75% de los 18 que yo he hecho se utilizó el finger. El algodón sale oscuro de la prueba.

Y hablo como afectado de grupo B, es decir, como alguien al que no le han caído encima ninguna de las calamidades de dimensión bíblica que no dejan de atormentar al nuevo complejo: no he esperado cuatro horas mi maleta como mi amiga Yara, no fui uno de los que sufrieron la masiva pérdida del equipaje del 1 de abril, ni al día siguiente me quedé encerrado en los trenecitos teledirigidos, ni he perdido, como otros, un vuelo por la disparatada anticipación con la que hay que ir para facturar o simplemente desplazarse hasta la puerta de embarque, y esto último en una época en la que es prioritario atraer al consumidor con la economía de su tiempo (no sólo la de su billete). Da escalofríos pensar qué pasará el día en que no sólo el enlace ferroviario de alta velocidad Barcelona-Madrid deje obsoleto el Puente Aéreo sino que la mayoría de los destinos aéreos nacionales estén infinitamente mejor servidos en duración y comodidad por un tren que por un avión. Ese cercano día, el costosísimo mamotreto, donde muchos de sus vastos espacios carecen de uso posible, donde las escaleras se suceden como en las fantasías de Escher y el servicio público de autobuses está penalizado (el acceso a las paradas de salida es un martirio), tal día, insisto, la T-4 será aún más fantasma.

¿Dimitirá alguien por esto? Los arquitectos Rogers y Lamela seguro que no, pues no estará en las bases de su concurso. Pero alguna persona con nombre debe tener responsabilidad por el pésimo concepto de esta odiosa obra pública cuyo único motivo de elogio es su escultórica silueta en el centro de una horrenda planicie desarticulada. Que la T-4 es un fracaso monumental no lo digo sólo yo, lo dicen la Comunidad europea y el mercado. La CE le contestó a la compañía Spanair, en una sentencia oficial que hace reír y llorar, que operar en la nueva terminal no ofrecía a los rechazados una "desventaja competitiva" sino "aspectos más ventajosos". Mientras, otras compañías anuncian sus vuelos desde las antiguas terminales como un atractivo y no una rémora, algo que el viajero ya sabe. Lo malo es que mientras todos los recursos van a la nueva Babilonia de la T-4, a las terminales 1, 2 y 3 se las deja languidecer: si usted vuela por ellas, como yo he hecho en dos ocasiones el mes pasado, no podrá comprar ni éste ni otro periódico. Apenas quedan puestos de venta.

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