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Columna
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El valor del dinero

Hace apenas un par de semanas, la televisión autonómica emitía el imprescindible thriller de Stanley Donen, Charada. Como supongo que no existirá quien a estas alturas no se haya asomado a él, me atrevo a sacar el escalpelo y a realizar una autopsia del argumento: narra los avatares de cuatro antiguos combatientes norteamericanos en Europa en busca del tesoro que un camarada traidor ocultó sin dejar rastro y del que presuntamente es heredera su viuda; se suceden las carreras, los disparos, el pugilato y un sinfín de equívocos que disculpan con creces el título de la cinta; para revelar al espectador, a pocos minutos del desenlace, que la astronómica cantidad de dólares que sirve de señuelo a los personajes ha estado delante de sus narices desde el principio y que cabe en las reducidas dimensiones de un sello, un trocito de papel inocuo y venerable estampado en una carta. Traigo a colación a Donen por cinefilia, pero también porque no he podido evitar acordarme de su intriga rocambolesca cuando he visto a esa multitud de familias apiñadas frente al Parlamento Andaluz exigiendo entre gritos y lágrimas que les devolvieran los ahorros de todas sus vidas. Probablemente muchos de aquellos damnificados de Afinsa y el Fórum conocerían los enredos de Charada y habrían sido público de otras tramas similares: historias trucadas donde hombres sin escrúpulos estaban dispuestos a escaldar su pellejo o el del prójimo por el precio de un mínimo rectángulo de papel timbrado. Esas ficciones nos han enseñado en multitud de situaciones que, a pesar de las apariencias, las fortunas pueden adoptar formas más modestas e ínfimas que yates y castillos, y que el báculo de nuestra vejez puede caber sin esfuerzo en el fondo de la cartera donde también se guardan las fotos de carné y las monedas obsoletas que ya no se aceptan en los mostradores. Por eso no soy de los que piensan que todos estos inversores maltratados que ahora claman ante las cámaras se hayan comportado como ineptos ni que haga falta una cuota especial de estupidez para confiar el porvenir a la filatelia: ciertos objetos se hallan vacunados con un prestigio que resiste a la desconfianza de los escépticos, y que se sustenta en los álbumes, las vitrinas y el optimismo.

Este lamentable asunto de la estafa ha servido para denunciar qué funcionamiento disparatado rige la lógica del valor y los billetes. La idea de que un trozo minúsculo de papel, de metal o de tela supere en costo a un apartamento o una herencia penetra sólo con dificultad en un cerebro habituado al sentido común, y se alimenta de esos recovecos peor oreados donde anidan las supersticiones. Estoy seguro de que en más de una ocasión a los socios de Afinsa el método de enriquecerse mediante la adquisición de cromos les habrá resultado tan maravilloso como indiscutible: y que muchos, después de haber contemplado esos paisajes y esas efigies de reyes impresos a tres colores sobre un pliego perforado habrán dudado por un instante, para acabar por concederles el mismo crédito milagroso que se otorga a una estampa de la Virgen. La economía sigue caminos misteriosos, que no se avendría a recorrer sin recelo la mente desnuda de un niño. Una salpicadura de óleo sobre una tela o un tejido con lentejuelas permitirían dar de comer a una familia durante generaciones, el salario de varios años de trabajo de un jornalero no alcanzaría para pagar un zapato expuesto en un escaparate de la Quinta Avenida; de ahí a afirmar que cualquier cosa, un peine, unas gafas o una servilleta de papel equivalen a una fortuna sólo existe un paso. El dinero es una criatura fabulosa, un personaje de cuento, como Cenicienta o el unicornio: nadie ha visto jamás el sueldo que guarda en el banco y que suplanta un conjunto de cifras sobre una cartilla, nadie sabe a qué corresponde exactamente el guarismo extravagante y ambiguo que rubrica los billetes. El dinero real no se encuentra en las cajas fuertes, como acaban de descubrir penosamente las víctimas de este engaño, sino en el insomnio: es las vacaciones para el próximo verano, la bicicleta del niño, un piso nuevo y mejor acondicionado cuyas llaves se han perdido en un sitio más cruel que el fondo de los cajones.

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