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Columna
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Las cinco pifias

Una pifia es, según los diccionarios, un "golpe en falso que se da con el taco en la bola de billar". Es decir, una operación que falla, que no alcanza o malbarata los objetivos y que acaba tergiversando toda la jugada y, a la larga, toda la partida. Muchos desastres colectivos empiezan con una pifia y se completan con una serie de reincidencias. Este es el caso del actual desastre de la política catalana, dinamitada por los errores en la tramitación del Estatuto: un magnífico objetivo al que cinco pifias han convertido en dinamita.

La primera hay que atribuirla al PP, que desde las discusiones en el Parlament se situó ya en una demagogia anticatalana cuyo objetivo aparentaba ser una defensa constitucional, aunque en realidad era sólo un episodio del brutal acoso y derribo al Gobierno de Rodríguez Zapatero. El hipócrita golpe de taco inicial ha llevado a una crispación general -un caldo de cultivo para las sucesivas pifias- más que a una crítica al contenido del Estatuto, pero tampoco ha afianzado demasiados votos al PP, recluido en un ámbito radical cada vez más sospechoso. Por tanto, crispaciones antidemocráticas y, por añadidura, una campaña preelectoral bastante inútil.

La segunda pifia hay que achacarla al Parlament de Catalunya; es decir, a los cuatro partidos que redactaron y consensuaron el texto. Para figurar en primera línea y alardear de protagonismo catalanista, cada partido -sobre todo Convergència i Unió (CiU)- exigió un alto voltaje soberanista y transmitió a la ciudadanía -futuros votantes- la ilusión de la radicalidad del nuevo texto, hasta que enseguida todos ellos -menos Esquerra Republicana (ERC), como luego se vio- explicaron con una tranquilidad inaudita que no había que esperar su aprobación en Madrid, a pesar de las promesas públicas de Rodríguez Zapatero. La utopía del Parlament, por tanto, se pudo pactar porque nadie creía que seguiría adelante en los trámites de Madrid. Todos hicieron trampa pensando que algún día aprovecharían electoralmente la propaganda catalanista.

El mayor gazapo fue, precisamente, el de la negociación en Madrid. Los términos con los que había que "limpiar como una patena" el Estatuto se pactaron con alarde teatral entre el jefe del Gobierno de España y el jefe de la oposición de Cataluña, sin la presencia de ningún partido del Gobierno catalán y ante el amable tancredismo del presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall. Así, CiU se situó como protagonista por segunda vez: después de ser el capitoste del soberanismo en el Parlament, pactó en solitario las rebajas necesarias para que el Estatuto fuese aprobado en el Congreso sin necesidad del apoyo de los otros partidos catalanes, rompiendo la unidad de los cuatro y dejando en ridículo al tripartito. Se trató de un grado de desgobierno insólito en la historia de la democracia.

Ante esta situación, ERC es el único partido del Gobierno que insiste en defender el texto original. Empezó la batalla con oportunidad dialéctica, pero pronto el aislamiento le impuso una radicalización acentuando las diferencias y el repudio en situaciones demasiado contradictorias. Y así entre todos se comete la cuarta pifia: la sucesiva segregación de ERC en el proceso, punto de partida del fin del primer Gobierno catalanista de izquierda desde 1939. No triunfan los intentos de aproximación porque el PSOE ni siquiera ofrece el diálogo que habría sido posible con algunas concesiones, porque el PP carga los tonos de la crispación y porque Rodríguez Zapatero encuentra una buena ocasión para mejorar sus perspectivas electorales en España con el rechazo definitivo de Josep Lluís Carod y el alejamiento del peligroso Maragall, cuyos propósitos federalistas desentonan en medio de la nostalgia todavía beligerante de la España una, grande y libre de Felipe González, Alfonso Guerra y José Bono. Ya puestos a la simple lucha política, ERC utiliza su discutible método asambleario para decidir matices tan comprometidos: del voto político nulo se pasa a la radicalidad del no, justificado por las pifias sucesivas pero evidentemente anómalo en un diagnóstico de la situación política. Ni el Partit dels Socialistes (PSC) ni ERC han podido corregir a tiempo el mal golpe de taco.

Como consecuencia, el quinto problema: la expulsión de los consejeros de ERC de la Generalitat al cabo de pocas semanas de una reestructuración del Gobierno y a los pocos meses de una convocatoria de elecciones anticipadas. ¿No era posible arbitrar una solución menos traumática que aceptara las diferencias de los tres partidos y, al mismo tiempo, la unidad de gestión? ¿Era necesario teatralizar el fin de este Gobierno cuando la perspectiva más plausible de la izquierda es, en las próximas elecciones, recuperar el tripartito? ¿Cómo va a ser posible votar el Estatuto en el referéndum sin contaminarse con el electoralismo de los partidos, sin convertirlo en una lucha simplemente partidista?

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Las bolas de billar impulsadas por cinco pifias sucesivas han ido a parar a objetivos equivocados. Se habrá logrado solamente el desprestigio popular de todos nuestros políticos, la pérdida de una autoestima siempre vacilante y un largo periodo de desgobierno. ¿Valía la pena? ¿O es que la crisis que se avecina servirá para iniciar una reflexión serena y radical sobre los errores sustanciales del sistema político catalán y despachar una segunda generación de políticos inmaduros?

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