El hampa contra Brasil
Ni el gobernador del Estado de São Paulo, que asegura que mantiene el control de la situación, ni el presidente Lula da Silva, que antes de convocar una reunión de urgencia de su Gobierno ha apelado a la escolarización como remedio a la peor crisis de violencia callejera en décadas en la megalópolis brasileña, parecen sintonizar adecuadamente con la realidad, que en los últimos cuatro días ha dejado 81 muertos en la tercera ciudad más poblada del planeta por el ataque coordinado de bandas de delincuentes contra comisarías y patrullas policiales. Los pistoleros extendieron ayer su asalto a la quema de autobuses y el incendio de bancos, mientras en decenas de penales estatales presos sincronizadamente amotinados mantienen centenares de rehenes, la mayoría funcionarios.
Para el gobernador Claudio Lembo, que un sindicato gansteril autodenominado Primer Comando de la Capital -que organizó hace cinco años la mayor insurrección penitenciaria del país- pueda sembrar el terror durante días con armamento pesado, matar a más de una treintena de policías y poner en jaque a una urbe de 20 millones de habitantes parece no ser motivo suficiente para solicitar la ayuda federal o del Ejército. El argumento inicial del presidente Lula, reivindicando el valor educativo de la escuela, es perfectamente inane para combatir este insólito asalto en toda regla contra la autoridad del Estado. Podría hacerse extensible a las ventajas de un país donde no existieran las abismales desigualdades sociales brasileñas, donde no hubiese una rampante corrupción política y administrativa o donde no se produjesen los inadmisibles excesos que han colocado al risueño gigante iberoamericano en el frontispicio de la crónica negra. Brasil, que tiene el mayor número de muertes por arma de fuego del mundo, con São Paulo a la cabeza, rechazó su prohibición en octubre pasado en referéndum.
Parece que el pretexto de la pesadilla que vive São Paulo es el traslado a cárceles remotas de máxima seguridad de algunos de los jefes criminales, que desde las superpobladas prisiones del Estado, que han triplicado su población desde mediados de los noventa, dirigen impunemente, móvil en mano, el rumbo de sus negocios mafiosos. La naturaleza y envergadura de la ofensiva desatada por estos capos revela la formidable organización de las bandas criminales y su capacidad para poner contra las cuerdas los poderes del Estado. Pero, desde el lado de la ley, la impunidad con que los pistoleros pueden llevar la iniciativa pone dramáticamente de relieve las carencias del Estado brasileño para imponer la seguridad en sus ciudades y cárceles y neutralizar las causas de una violencia estructural insostenible.
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