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Realidad nacional

Francisco J. Laporta

Mucha gente ignora que en las llamadas tumbas del soldado desconocido no hay restos humanos de tipo alguno. No es que haya allí unos huesos anónimos de un soldado cuya identidad se desconoce y puede por ello representar a todos y cada uno de los soldados que han sido enviados a morir por la patria; es que, en rigor, no hay huesos, la tumba está vacía. De forma que los actos de homenaje que le son rendidos se tornan en una liturgia que consiste simplemente en proyectar sentimientos colectivos hacia una realidad inexistente.

Pues bien, a la nación le pasa lo mismo que al soldado desconocido: no tiene huesos, no tiene realidad. Así que esa de "realidad nacional" es una expresión que trata de fundir dos conceptos incompatibles y que acaba así por significar algo así como realidad irreal, es decir, lo que se llama culteranamente un oxímoron. Lo mismo que lo sería la afirmación de que hay una nacionalidad real, de verdad, como algo diferenciable de la mera ciudadanía jurídica. Uno podría afirmar, por ejemplo, que es un español real y no un español postizo de esos a los que el Gobierno concede la nacionalidad porque juegan bien al ping-pong o porque invierten en la Costa del Sol. Sin embargo, todas las indagaciones que se han emprendido para tratar de dotar de algún referente real al concepto de nación más allá de las normas jurídicas han fracasado estrepitosamente, y se ha acabado ya por aceptar que la nación es algo inventado o imaginado que consiste simplemente en la emoción colectiva que experimentan aquellos que la inventan o la imaginan.

Creo haber leído en Borges que ser argentino no era más que un acto de fe. Pues bien, lo mismo puede decirse de eso de ser español, francés, alemán, catalán o vasco. Lo que sucede es que tendemos a aferrarnos a nuestra fe, sea la que sea, y no paramos de insistir una y otra vez en que nuestras creencias tienen como objeto una auténtica realidad que está ahí fuera, a la vista de todos, y esa realidad es la nación, realidad nacional. Para unos se manifiesta en la lengua y así afirman que son una nación porque hablan una lengua, aunque ya estemos hartos de saber que las lenguas acostumbran a ser multinacionales y las naciones acostumbran a ser plurilingües, con lo que el argumento que une ambas cosas resulta claramente inconcluyente. Para otros es la sangre, la raza, o, en términos más de moda, la etnia. No es necesario decir que esto es simplemente tratar de explicar un concepto oscuro haciendo uso de conceptos todavía más oscuros, algunos de los cuales pugnan, además, con todo nuestro saber científico. Muchos apelan a la historia, pero ya se ha dicho una y otra vez que esa historia o esa tradición es un puro apaño, una invención, un ejercicio sistemático de olvido mucho más que un tributo a la memoria.

Y no faltan tampoco los que apelan nada menos que a la religión, a la que también pervierten y manosean para hacerla decir lo que nunca dijo. No es infrecuente que entre ellos se propague la singular patraña de que su nación sea predilecta de profetas y dioses. Cuando yo era niño los curas nacionalistas españoles aseguraban que Cristo había manifestado que "reinaría" en España con más predilección que en ningún otro lugar. Así mismo. La estupidez nacional no conoce de límites.

Y como quiera que todos los argumentos que se han esgrimido para configurar la nación mediante algún rasgo detectable se han visto refutados siempre por la realidad, la estratagema que se ha acabado por imponer es la que afirma que una colectividad es una nación cuando tiene "voluntad de ser". Esto es, sin duda, sorprendente, porque parece confundir el deseo con la realidad, o sustituir la realidad por el deseo. O quizá se trata de una expresión metafísica: se trataría de la voluntad de tener un "ser" que la mera agregación de conductas individuales y relaciones humanas se entiende que no acaba de parir del todo. Y así, en todos estos movimientos emocionales se acaba por proceder a una entificación de comportamientos colectivos hasta tornarlos en un "ser" que vive y actúa: Francia, España, Cataluña, Alemania, y, ahora, Andalucía.

Tal ser tiene rasgos reconocibles, como una voluntad y una personalidad; incluso tiene delicados sentimientos morales: puede ser ofendido o humillado, y puede sobre todo tomar la conducción de la historia. Pero todo esto no es más que un modo de hablar. A la hora de la verdad, quien se humilla y se ofendeson sólo los sujetos individuales que tienen esas particulares creencias y susceptibilidades. Y quien pretende conducir la historia suelen ser unos pocos avisados de entre ellos.

Más allá de un conjunto de normas jurídicas, la nación es, pues, irreal. Por supuesto que no trato de negar lo evidente. Todos habitamos complejas prácticas sociales compartidas que nos enriquecen y configuran, y a través de las que desarrollamos nuestra vida y nuestra personalidad: la lengua, la cultura, la familia, la ciencia, la religión. Son, además, extremadamente importantes y, al menos algunas de ellas, muy dignas de ser protegidas. Lo que me propongo negar con toda firmeza es que tales prácticas alumbren una especie de sujeto colectivo real que esté por encima de los ciudadanos que participan en ellas, y sobre todo que ese sujeto colectivo así fabulado disfrute de legitimidad política alguna para demandar nada o de ciertos supuestos derechos históricos a alguna posición de poder. No hay nada de eso. Eso es un mero extravío argumental que sólo conduce a una percepción distorsionada de la vida política y a la instalación en las mentes de una fuente de perpetua insatisfacción. Cuando se lleva demasiado lejos tiende a generar una suerte de alucinación colectiva de extraordinario peligro tanto para sus integrantes como para sus vecinos. Ya lo hemos visto demasiadas veces en la historia como para que sea necesario recordarlo de nuevo.

Ahora vuelve a aparecer entre nosotros precisamente a la hora de replantear el problema de la distribución de competencias en el Estado constitucional. Reconozcamos que es un poco infantil. Como, desde la Revolución Francesa, el concepto de nación lleva consigo la fascinación de la soberanía, es decir, de la competencia jurídica máxima, es sencillo autoproclamarse nación para exhibir un título a mayores competencias. Nación, nacionalidad histórica o realidad nacional. Lo que sea con tal de alardear de un supuesto derecho a más. Lo que sucede es que esto es poner la carreta delante de los bueyes. No se prueba con ello que hayan de ejercerse mayores competencias aquí o allá; simplemente, se presupone. Y con una argumentación cuyas premisas fundamentales están viciadas en origen. Se nos hurta así una vez más una discusión madura sobre la racionalización del ejercicio del poder en un Estado complejo, y se hace además mediante una exaltación mitómana y vacía de la psicología de los ciudadanos, empujándolos unos contra otros en el despeñadero de las identidades colectivas, españolistas, catalanistas y, ahora, inopinadamente, andalucistas. Y no acabará aquí. Seguro que, dado el éxito del invento, vendrán después algunas otras "realidades nacionales" más.

Tenemos por ello el deber de rehusar entrar en ese juego trucado. Urge que tomemos en serio lo que nos dejó dicho un andaluz por los cuatro costados, Francisco Murillo Ferrol, en su melancólica reflexión sobre este renacer insensato del particularismo nacionalista: "Sólo nos cabe tratar de desmitificar en lo posible esa fuente inagotable de fanatismo".

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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