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Esquerra en su laberinto

Tal como era de temer, la importante renovación de consejeros que el presidente Pasqual Maragall efectuó durante la penúltima semana de abril no ha servido para inyectar a su Gobierno "catalanista y de izquierdas" la cohesión y la estabilidad que tan dramáticamente necesitaba, y la cercanía del referéndum estatutario ha hecho estallar las contradicciones del tripartito hasta un extremo irreparable. Es de justicia subrayar que el desolador panorama resultante -este paisaje político que tiene a buena parte de la opinión pública catalana entre atónita y hastiada- no responde a un culpable, que esto no es un cuento infantil con su villano y sus héroes, sino un desgraciado cúmulo de fallos estructurales y errores de pilotaje cuyo análisis minucioso exigirá alguna distancia temporal. Pero no es menos cierto que el desencadenante de la crisis final ha sido el rotundo rechazo de Esquerra Republicana (ERC) al Estatuto, y este episodio concreto, por su impacto a corto plazo, justifica un puñado de reflexiones de urgencia.

Sobre tal asunto, lo primero que cabe reprochar a la cúpula de Esquerra es haber difundido con insistencia mensajes erráticos y contradictorios. Si, según declaraba recientemente Joan Ridao, "el pacto entre Mas y Zapatero conlleva expulsar a ERC del consenso del Estatuto", ¿por qué el partido no anunció en enero mismo su voto negativo, y mantuvo durante dos meses el equívoco de que aún era posible arrancar del PSOE mejoras sustantivas? Si, a principios de abril, la hipótesis del "voto nulo con mensaje" era rechazada por Joan Puigcercós, que la consideraba -cito de la prensa más afín a ERC- "inasumible para un partido de gobierno", ¿cómo se entiende que, tres semanas después, fuera precisamente ésa la opción adoptada por la ejecutiva republicana? Si el pasado día 22, Josep Lluís Carod advertía a su militancia que el no al Estatuto sería "el voto del españolismo", el voto de los que están "contra Cataluña, contra la lengua catalana y contra la capacidad de decisión del país", ¿cómo interpretar que, 13 días más tarde, la dirección de Esquerra se pronunciase unánimemente por el no?

La respuesta oficial es que los dirigentes se han plegado a la voluntad de las bases, expresada en las ya famosas 12 asambleas territoriales del 2 de mayo. Pero, aunque en dichas asambleas hubiese participado directa o indirectamente toda la militancia activa de ERC, ello no supondría más que el 1% -repito, el 1%- de cuantos votaron al partido durante el último ciclo electoral de 2003-2004. La inmensa mayoría de éstos, de los entre 544.000 y 652.000 electores que dieron a Esquerra 23 escaños en el Parlament de Catalunya y 8 en el Congreso, no habían depositado su confianza política en los militantes ni en el funcionamiento asambleario del histórico partido, sino en la trayectoria, el discurso y las ideas de Josep Lluís Carod Rovira y demás miembros de la dirección. Ahora, pues, esos votantes tenían derecho a esperar que fuesen Carod, Puigcercós y compañía desde una cierta altura de miras política, no las bases desde la visceralidad, quienes definiesen la postura de Esquerra ante el Estatuto.

¿Qué habría sido del PSOE si, en 1979, Felipe González se hubiera inclinado ante la voluntad del 28º Congreso del partido (que se pronunció en un 61% a favor del marxismo) en vez de plantarle cara, forzar un congreso extraordinario a los cuatro meses y conseguir la reconversión ideológica que él juzgaba indispensable? ¿Qué habría sido de Convergència Democràtica (CDC) si, en 1978, Jordi Pujol se hubiese doblegado ante la demanda de unas bases deslumbradas por el modelo vasco que, en el V congreso de la formación, reclamaban convertir CDC en un más radical y purista Partit Nacionalista Català? Pues tal vez ni uno ni otra hubiesen llegado a gobernar jamás. Pero han gobernado largamente, y han marcado con su impronta respectiva la realidad española y catalana porque tanto González como Pujol supieron, en el momento crítico, proyectar dentro de sus partidos la autoridad y el capital electoral que poseían fuera. Se arriesgaron y ganaron.

En Esquerra Republicana, nadie ha querido correr semejante riesgo. Peor aún: después de alimentar desde la cúpula, durante varios meses, un discurso desdeñoso o descalificador respecto del proyecto estatutario -el consejero Carretero lo tildó de "inmenso desastre"; el consejero Vendrell, de "tomadura de pelo por parte del Gobierno del Estado"; el consejero Huguet lo ha tachado de "fraude"-, esa misma cúpula se ha sorprendido luego de que la militancia, empapada por tales mensajes, exija votar no sin ambigüedad alguna. Pues ¿qué esperaban? Desde la constitución del tripartito en diciembre de 2003, estaba abierta en el seno de ERC una Kulturkampf, una prueba de fuerza entre, por un lado, las pulsiones gubernamentales, las exigencias del pragmatismo, el instinto de mantener la importante cuota de poder obtenida en el Tinell, y por otro el celo en preservar la pureza doctrinal, la obsesión de que el partido no se dejara ablandar por el confort de las poltronas, el apego a la cultura de la reivindicación y del agravio. Bien se ve que, a la postre, las gentes de Esquerra han preferido las tranquilizadoras certezas del testimonialismo antes que los riesgos de transigir con la ardua realidad.

El pasado martes, durante la entrevista televisiva que le hizo Josep Cuní en TV-3 -la misma en la que admitió por primera vez lo inevitable de las elecciones anticipadas-, Josep Lluís Carod Rovira dijo que si Maragall les expulsaba ahora del Gobierno, ello favorecería la victimización de ERC y sus buenos resultados en las urnas, según ya ocurrió en marzo de 2004 tras el viaje a Perpiñán y su propia y forzada dimisión. Es posible que esté en lo cierto, y que lo ocurrido ayer les engorde electoralmente. Pero conozco a algunos ciudadanos a los que les gustaría poder votar a Esquerra por su gestión institucional pasada y sus propuestas políticas de futuro, no porque se compadezcan de lo mal que la trata todo el mundo.

es historiador.

Joan B. Culla i Clarà

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