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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

'Hic sunt dracones'

Jacinto Antón

Los pescadores de perlas malayos los capturaban con riesgo y exhibían entre murmullos de miedo sus grandes pieles escamosas. Acaso fue al oír hablar de ellos cuando algún marino europeo trazó en los confines ignotos de su viejo mapa la leyenda hic sunt dracones: aquí hay dragones.

Desde que leí de niño el clásico de David Attenborough Un dragón para el zoo, aventuras y cacerías en Indonesia (Juventud, 1963), me atraen los dragones de Komodo, criaturas asombrosas de un mundo vecino a Patusán y Mompracem. He tardado muchos años en contemplar directamente sus cuerpos míticos y reflejarme en sus perturbadores ojos dorados -los deseos del corazón son retorcidos como sacacorchos, escribió Auden-. Pero al fin lo he conseguido. Y sin tener que ir a esas lejanas y salvajes islas en que reinan, al este de Java.

Los dragones de Komodo te comen si les das la oportunidad. Entre los humanos atacados está el ex marido de Sharon Stone

Los dos dragones de Komodo del zoo de Barcelona, dos machos, llegaron en diciembre y son todavía pequeños: no tienen aún un año. Cuando alcancen la edad adulta, a los cinco, serán unas bestias imponentes de 3,5 metros de largo y capaces de pesar -con la barriga llena- 150 kilos. Así que es mejor hacer amistad ahora.

En realidad, por mucho que se les visite (y yo lo hago, tenazmente, dejándome una pasta -¡14,50 euros cada entrada al zoo!-), no hay que confiar demasiado en ellos. Los dragones de Komodo, a los que los locales, como explica el bueno de Attenborough, llaman "buaja darat", cocodrilo de tierra -la misma denominación que, curiosamente, dio Herodoto a los varanos egipcios-, son unos terribles depredadores sin escrúpulos capaces de zamparse un búfalo.

No lo he visto en persona -aún no he coincidido, por desgracia, con su hora de almuerzo en el terrario-, pero he leído testimonios muy gráficos de la manera en que los dragones de Komodo (Varanus komodoensis) despachan a sus víctimas, y es como para alegrarte el día. Tienen unas mandíbulas poderosas y armadas con dientes terribles. Con ellos, estos varánidos arrancan grandes trozos de carne de su presa, a la que comienzan por derribar e inmovilizar cortándole los tendones de las patas y seguidamente evisceran con suma rapidez. Consumen a su víctima en un tiempo récord, engullendo pedazos enormes. Los intestinos arrancados los sacuden para vaciarlos antes de comérselos. Añádase que cazan rastreando con sus elásticas lenguas, montando emboscadas y a veces en grupo, y se tendrá el retrato de unas criaturas en verdad fascinantes. No es raro que cuando los observas a través del cristal de su instalación en el terrario del zoo te miren con ojillos de velocirraptor. Hay veces que, como Jünger en aquel puente sobre el Danubio al ver pasar un camión cargado de animales decapitados, tienes el fulminante sentimiento de vivir en un planeta malvado.

Es notorio que los dragones de Komodo se te comen si les das facilidades. Hay autores que los colocan incluso entre los man eaters (véase Man, the hunted, de Hart y Sussaman -Westview, 2005-). No hacen distinciones entre nosotros, los cerdos y los monos. Douglas Adams, en su entretenidísimo libro Mañana no estarán (Anagrama, 1990), apunta que lo que nos molesta de esos lagartos indonesios no es que se nos coman, cosa que hacen también los tigres y leones, sino que sean reptiles y no mamíferos los que nos depreden. Que es un prejuicio, vamos. Él fue a verlos a Komodo con suspicacia y armado de un bate de críquet. Los observó al devorar una cabra, habló con una superviviente de un ataque y le explicaron la historia de un niño de cuatro años llevado por los dragones.

El herpetólogo Walter Auffenberg, experto en lagartos monitores -que es lo que son técnicamente los dragones-, perdió a varios miembros nativos de su expedición para estudiar a los grandes reptiles de Komodo en los años setenta. A un par se los comieron. Otros fallecieron a causa de las heridas. Los dragones, a diferencia del monstruo de Gila -del que hemos de hablar algún día-, no son venenosos, pero en su boca se han localizado medio centenar de bacterias distintas y el resultado de los mordiscos suele ser una virulenta infección cuando no una letal septicemia. Se ha especulado con que eso les sirva para cobrar luego las presas que se les escapan. Los dragones pueden esperar: son entusiastas carroñeros y asiduos visitantes de los cementerios...

Las víctimas más famosas del ataque de un dragón de Komodo son el barón Rudolf von Reding Biberegg y -como lo oyen- el ex marido de Sharon Stone. El aristócrata goza del dudoso privilegio de haber sido el primer europeo conocido devorado por los lagartos isleños: fue en 1974 y sólo quedaron su cámara de fotos, su sombrero y un zapato. En cuanto a Phil Bronstein, a la sazón envidiado esposo de la Stone y editor del San Francisco Chronicle, su caso es muy instructivo. Resulta que la actriz decidió sorprenderlo el Día del Padre de 2001 con el peregrino regalo de una visita privada al recinto en el zoo de Los Ángeles de los dragones de Komodo, el animal favorito (entonces) de Bronstein. El vigilante le propuso al hombre entrar en las instalaciones y acercarse a uno de los dragones llamado Komo, con fama de afable. No obstante, le dijo que se quitara las zapatillas de tenis blancas y los calcetines del mismo color, no fuera Komo a confundirlos -animalito- con las ratas que constituían su alimento en el zoo. Eso hubiera debido alertar a Bronstein, pero allá fue, descalzo e imprudente, mientras su mujer le hacía fotos. Repentinamente, el dragón, atacó al marido de Sharon Stone -un lagarto más inteligente quizá hubiera ido directamente a por ella- y, mientras ésta chillaba horrorizada, hizo presa en el pie izquierdo del sujeto. "De repente vimos a Phil gritando con el Komodo aferrado a su pie", explica el conservador Mike Dee en el informe interno del zoo (que no tiene desperdicio). A duras penas consiguieron arrancar a Phil de las fauces del bicho y le hicieron un torniquete con uno de los calcetines. El dragón le había desgarrado varios tendones. Bronstein conservó el pie, pero no a Sharon Stone: la actriz se divorció de él en 2004, algo que debe de doler más que un mordisco.

Ayer mismo volví a visitar los predios de los lagartos. Estaba solo -como hay obras en el terrario no va mucha gente- y me preocupó no verlos. Su pequeña Komodo de cartón piedra parecía desierta y, para amortizar la entrada, me enfrasqué en descifrar los trazos dibujados por los varanos en su deambular por la arena. Me adormecí evocando parajes remotos donde el aire se empapa con el excitante salitre de la aventura y el peligro. Desperté sobresaltado y allí estaban los dragones, como gárgolas de bronce. Quise creer que me miraban con complicidad. Pero sé que sólo era apetito.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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