De crisis
Un repaso a la situación política europea puede servir para desdramatizar la sensación de atolladero en la que se ha instalado la política catalana. La celebración el pasado martes del Día de Europa, un año después del no francés y holandés, nos muestra un panorama que Le Monde calificaba de impasse político. Los cuatro grandes países europeos, Francia, el Reino Unido, Alemania e Italia, no atraviesan precisamente un periodo que podamos calificar de idílico. Algunos comentaristas señalan un creciente desajuste entre la posición de los grandes partidos políticos continentales con relación a las reformas que afrontar en el continente, y la roqueña resistencia de una gran parte de sus electorados que no quieren ni oír hablar de rebajar los niveles de protección social alcanzados en la segunda parte del siglo XX. Es curioso observar como buena parte de la intelectualidad europea coincide con esas posiciones del mainstream político y acusa a la ciudadanía de estar excesivamente apegada a cotas de bienestar que se consideran insostenibles. En un artículo de Alex Callinicos que reproduce Sin Permiso (www.sinpermiso.info) se citan numerosas referencias en este sentido, demostrativas de la sensación de sinrazón con que políticos en el poder y analistas de los medios califican la actitud de una mayoría de ciudadanos que "buscan una combinación milagrosa de seguridad laboral casi absoluta y prosperidad creciente. En un mundo que cambia rápidamente, esto es una muestra de desorden cognitivo colectivo" (Martín Wolf, Financial Times).
A pesar de todo, nadie duda que el proyecto europeo ha de seguir adelante. El problema es encontrar un futuro para el continente que sea algo más que un campo de juego para la economía de casino que ha ido extendiéndose por el mundo. La opción mayoritaria en la élite europea es que si se quiere mantener el crecimiento, debe asegurarse la competitividad, y ello entienden que probablemente exija sacrificios en los otros dos polos de la ecuación de la cumbre de Lisboa de 2000: sacrificios en cohesión social y en sostenibilidad. No creo que sea causal que las tensiones proliferen por Europa, ya que sigue habiendo mucha gente que no comparte ese marco cognitivo y que empieza a discutir que sólo exista una manera de hacer economía. Los datos nos muestran que aumentan las desigualdades, aumenta la población reclusa, mientras que los presupuestos comunitarios reducen los recursos destinados al gasto social en una Europa ampliada, que requeriría precisamente reforzar las partidas destinadas a la redistribución. Es en ese punto en el que precisamente muchos consideran que la negativa francesa u holandesa a la ratificación del tratado constitucional no es la causa de la actual situación de impasse político de la Unión, sino que más bien esa reacción negativa del electorado es consecuencia de la falta de clarificación del modelo que se quiere seguir en la construcción europea. España no está al margen de esos dilemas. Simplemente está retrasando u orillando su abordaje, aprovechando espacios de crecimiento económico basados en sus condiciones turísticas y residenciales, y partiendo de menores cotas de bienestar y de provisión de servicios sociales. Pero los dilemas son los mismos y van a ir emergiendo en poco tiempo.
¿Y Cataluña? ¿Tiene algo que ver todo lo dicho con la tragicomedia en que se ha convertido el debate estatutario? En parte sí, en parte no. El proyecto de Estatuto ha tenido la oportunidad de discutirse en plena emergencia de esos grandes debates estratégicos que cruzan el mundo, desde América Latina a Europa, pasando por la India. Las reticencias de populares y convergentes con relación al supuesto intervencionismo del nuevo Estatuto muestran sus temores ante la introducción de rigideces que impidan en el futuro mayores avances en la dinámica individualizadora y mercantilizadora. Una perspectiva que ya apuntaba Artur Mas en su encendida y reciente defensa de la libre elección de servicios públicos vía cheques escolares o sanitarios. Desde mi punto de vista, el nuevo Estatuto que se someterá a referéndum el 18 de junio se sitúa en una perspectiva de defensa de los valores fundacionales europeos, puestos convenientemente al día para afrontar los cambios demográficos, culturales y sociales que genera la globalización. La actualización estatutaria es, en este sentido, una buena noticia, al margen de que su actual redacción pueda resultar insuficiente en aspectos de reconocimiento nacional o de modelo de financiación, temas en los que se deberá seguir insistiendo.
No deberíamos imaginar que lo que nos ocurre a nosotros no ocurre en parte alguna. La política está en profunda reconsideración en todo el mundo. Es evidente el retraso con que las instituciones políticas responden a los nuevos retos económicos y sociales. Y lo que vivimos en Cataluña es un buen reflejo de ello. Los partidos políticos han servido históricamente para agregar preferencias y trasladarlas a acción de gobierno. Han servido para que la ciudadanía pueda informarse y debatir sobre situaciones complejas, y han generado cohesión social en torno a unas cuantas opciones más o menos diferenciadas. Los actuales debates e incertidumbres sobre el futuro que nos aguarda, y la desconexión entre grupos sociales y opciones políticas representativas de esos colectivos, han provocado mucha más confusión. Las lealtades se fragmentan. Y todo se complica. Si, además de todo ello, lo que tenemos enfrente es un referéndum que acumula muchos dilemas y conflictos internos, muchos debates no cerrados convenientemente y mucho agotamiento de fórmulas ya erosionadas por el tiempo, entenderemos que muchos no sepan ya a qué atenerse. A estas alturas ya no sé si la confusión política en la que estamos metidos es fruto de la especial incapacidad de algunos políticos y partidos, o si más bien todo ello refleja nuestra propia perplejidad ante lo que nos espera. ¿Podemos seguir creciendo sin hacer más frágil nuestra convivencia? ¿Es posible seguir creciendo? ¿Hay otras maneras de plantearse el desarrollo económico y social? No hay mensajes claros por parte de los políticos, ciertamente. Pero tampoco podemos decir que la ciudadanía se exprese con demasiada claridad. Estamos en momentos de crisis. Pero ello tampoco es nuevo. Deberíamos aprovechar para refundar el debate político con contenidos menos episódicos y personalizados. Evitando al mismo tiempo buscar la tranquilidad perdida en grandes coaliciones políticas que sólo lograrán aplazar los dilemas.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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