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Tribuna:TRIBUNA SANITARIA
Tribuna
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En el centenario de López Ibor

El 22 de abril de este año, a los 15 de su muerte, se ha cumplido el centenario del nacimiento en Sollana (Valencia) del psiquiatra Juan José López Ibor (1906-1991). Desde su jubilación de la Cátedra de Madrid al principio de la transición española a la democracia, su figura ha sido mantenida con gran discreción no exenta de respeto. Estamos, seguramente, ante la oportunidad de revisar su legado con la perspectiva que aporta el paso del tiempo. Para el conjunto de la profesión psiquiátrica actual, los que le conocieron y los más jóvenes, puede ser, también, la oportunidad de visitar aquel periodo de refundación de la psiquiatría española producto del nuevo régimen derivado de la Guerra Civil, y poder entender su influencia sobre determinados aspectos de la psiquiatría española actual en su doble vertiente académica y asistencial.

No es exagerado afirmar que Juan José López Ibor fue el psiquiatra español más importante de la dictadura, así como el de mayor reconocimiento internacional. Vinculado desde su inicio a los sectores nacional-católicos del régimen, su mayor influencia se va a desarrollar a partir de 1960, en que sucede en la Cátedra de Psiquiatría de Madrid a Antonio Vallejo Nájera, coincidiendo en el tiempo con la llegada de los tecnócratas del Opus Dei al poder y el inicio del despegue económico en nuestro país. Su brillante trayectoria académica se corresponderá casi íntegramente con el tiempo de la dictadura.

Su ideario psiquiátrico estuvo sostenido, predominantemente, por dos corrientes de pensamiento. En primer lugar, en el orden psicopatológico, se mantuvo dentro de los límites de la fenomenología, esto es, del análisis formal de las estructuras psicopatológicas conscientes, un análisis ampliamente utilizado como método de abordaje sobre todo de las organizaciones psicóticas. Era ésta una propuesta iniciada por el joven Jaspers (1913), y desarrollada hasta sus últimas consecuencias por la psiquiatría alemana de entreguerras, especialmente por la escuela de Heidelberg, con Kurt Schneider a la cabeza. López Ibor difundió este modelo en nuestro país -tildado en su momento por sectores vinculados a Antonio Vallejo Nájera de idealista y excesivamente filosófico- y ligó gran parte de su obra psiquiátrica al destino de esta escuela, compartiendo sus aciertos (gran precisión en la delimitación de las vivencias patológicas y un gusto innegable por los estudios psicopatológicos, que hoy aparecen demediados por las modernas clasificaciones psiquiátricas) y sus limitaciones (rigidez formal, dificultades para integrar aportaciones de otros campos y cierto descuido por la significación de los contenidos psíquicos).

En segundo lugar y en el orden psicológico -siendo Laín Entralgo rector de la Universidad Complutense le encargó la enseñanza de la Psicología Médica-, se apoyó en una estratigrafía del alma humana -una tectónica de la personalidad, como gustaba decirse- iniciada por Rothacker en el siglo XIX y perfeccionada por Max Scheler, Ortega (Vitalidad, alma y espíritu) y Lersch, entre otros. En esta disposición organizada en capas -vital, anímica y espiritual-, insertó muchos de sus conceptos clave: angustia vital, timopatías, neurosis como enfermedades del ánimo, etcétera, desarrollados principalmente en la década de 1950 y siguientes.

A López Ibor se le ha reprochado, frente a su gran implicación en el desarrollo y consolidación de la psiquiatría académica, un cierto desdén hacia los problemas prácticos de la organización de la asistencia psiquiátrica pública, rompiendo de esta forma con la trayectoria reformista seguida por los psiquiatras de la Segunda República y quedando al margen de una sensibilidad extendida en toda la Europa democrática de posguerra. Fue un escándalo asistencial que había tenido ocasión de vivir directamente en sus inicios en el Instituto Psiquiátrico Provincial Valenciano y que, desgraciadamente, se mantendrá a todo lo largo del franquismo con un estado de persistente indigencia y desconsideración hacia los derechos humanos y asistenciales de los pacientes, especialmente de la población internada en los hospitales psiquiátricos.

López Ibor, siempre atento a los vientos de cambio, no alcanzó a comprender, sin embargo, el valor de las nuevas políticas psiquiátricas públicas desarrolladas en los países vencedores con sus mejoras en la atención a los enfermos mentales (las comunidades terapéuticas británicas, los centros comunitarios de salud mental en EE UU, la política del sector en Francia). Por eso, y a pesar de su prestigio e influencia dentro del régimen, no lideró ni fue artífice de reformas que hubiera necesitado la psiquiatría española con urgencia, muy especialmente a partir del desarrollismo económico. La modernización de la asistencia psiquiátrica hubo de esperar, como tantas otras cosas, a la llegada de la democracia.

Su mayor influencia, por tanto, la ejerció en el ámbito académico. Desde su cátedra influyó decisivamente en el desarrollo y consolidación de las nuevas cátedras, con un control estricto sobre el acceso a las mismas, si dejamos al margen, tal vez, a Cataluña, territorio ocupado por el profesor Sarró desde 1950. En este proceso quedarán fuera Carlos Castilla y Luis Martín Santos, "las dos personas más prometedoras y brillantes de las que hacían Psiquiatría en España, en su caso dentro de la Cátedra de Psiquiatría de la Universidad de Madrid", según escribe Laín Entralgo años después de su Descargo de conciencia.

Aunque en su juventud predicara una suerte de autarquía intelectual, nunca la practicó. Por el contrario, sus intercambios y colaboraciones con sectores académicos de numerosos países y su presencia activa en congresos internacionales fueron conducta habitual: su momento estelar llegará con la organización del IV Congreso Mundial de Psiquiatría en Madrid, en 1966, donde fue elegido presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría.

López Ibor, como otros médicos de su generación, cuenta con extensa obra ensayística y de divulgación, que expresada en tonos emocionales diversos según las épocas por las que fue atravesando el régimen, mantiene una coherencia interna guiada por una religiosidad católica de rasgos conservadores. En este sentido, en sus escritos va a manifestarse crítico frente al mundo moderno surgido de la mano de las democracias europeas -el posmoderno no llegó a percibirlo-, con sus componentes de secularización creciente, hegemonía de la técnica, cambios de valores y "permanente crisis" del hombre contemporáneo. Mucha de su obra ensayística va a desplegarse, por tanto, en las fronteras de lo cultural, lo religioso y lo puramente psiquiátrico, con un indiscutible sello personal.

Sin duda podrían abordarse otras muchas cuestiones de interés para los profesionales de la salud mental: los componentes antropológicos existentes en su visión de la psiquiatría, su posición crítica frente al psicoanálisis freudiano, el particular papel otorgado a la psicoterapia en el tratamiento de las neurosis, la recepción ambivalente de la nueva psicofarmacología (¿se habría sentido cómodo ante el peso abrumador que ha alcanzado en nuestros días la industria farmacéutica?), el desdén por la sociogénesis de los trastornos mentales o, en otro orden de cosas, sus desencuentros con la psiquiatría republicana y del exilio o su actitud frente a los distintos movimientos antipsiquiátricos europeos.

Más allá del necesario recordamos a una gran figura de la psiquiatría del franquismo, el análisis cuidadoso de su obra y su comportamiento en la sociedad que le tocó vivir, el centenario del nacimiento de Juan José López Ibor debería servir para recuperar desde el tiempo histórico actual una parte de nuestro pasado aún reciente y poderlo entender -con sus luces y sombras- con relación al momento de reformas que vive la psiquiatría española.

Juan Casco y Antonio Espino son psiquiatras.

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