Duras-Mitterrand: diálogos de ultratumba
Los diez años de la muerte de la artista Marguerite Duras -el "don de Dios", como la llamé en estas páginas- se han celebrado bastante entre nosotros, y algo menos los del que fuera presidente de Francia durante otros catorce, François Mitterrand: pero la primera murió el 3 de marzo, y el segundo unos días antes, el 8 de enero de 1996, y aquélla lo supo por la televisión, cuando a su vez agonizaba en su pisito parisiense del número 5 de la calle Saint-Benoit. Él murió de un cáncer de próstata, que le duró todo su mandato y padece ahora el consabido purgatorio, y ella derrochada por el alcoholismo, tras el triunfo universal del premio Goncourt concedido a El amante y en olor de multitud.
Y este libro, bien preparado por Mazarine Pingeot, la hija natural reconocida al final por su padre Mitterrand -pues estas líneas tratan de un libro, aunque no sean una crítica, sino una descripción- se titula La oficina de correos de la calle Dupin (Gallimard, 2006) y recoge los cinco últimos diálogos entre ambos personajes, celebrados entre julio de 1985 y abril del año siguiente y publicados en su día por la revista mensual Le Nouveau Journal, por vez primera recogidos en la fecha conmemorativa indicada.
Pues Marguerite Duras y François Mitterrand se conocieron durante la ocupación alemana de Francia, en 1943, en el pisito de la primera, cuando el segundo, disfrazado tras el seudónimo de "Morland", era agente clandestino de la resistencia contra las fuerzas de ocupación y había puesto en marcha el MNPGD (Movimiento Nacional de Prisioneros de Guerra y Deportados), al que iban a pertenecer los que serían después conocidos como "grupo de la calle Saint-Benoit" que así entrarían en las filas de le Resistencia. Duras y su marido, Robert Antelme convivían allí con su amigo Dionys Mascolo y alojaron algunos días a "Morland", que había sido prisionero de los alemanes, pero liberado después había preferido permanecer en París para crear el grupo citado de resistentes. Y allí sucedió el hecho decisivo de sus vidas, la detención por la Gestapo alemana de Robert y su hermana Marie-Louise, en el apartamento de esta última en la calle Dupin, situado encima de una oficina de Correos en la que la desconfianza telefónica de "Morland", que lo vigilaba todo, le permitió escapar por los pelos a la redada de los alemanes. La Gestapo arrestó a los dos hermanos, mientras Mitterrand huía, los embarcó hacia Auschwitz (donde murió ella) y Dachau, de donde casi moribundo lo rescató el último a la Liberación, como aquí se cuenta en el primer y más apasionante diálogo del libro.
Las notas del libro, como digo bien elaboradas por Mazarine Pingeot, la hija natural y legitimada de Mitterrand, convertida después en escritora, ilustran el final de la historia con diversos testimonios anejos, entre otros el de Yann Andrea, el último acompañante de Duras, que cuenta el encuentro en un restaurante de París de los dos viejos amigos, dos años antes de su muerte. Ella comía allí con su compañero ostras con vino blanco y natillas con bizcochos y blanco de huevo, y el encuentro fue breve, aunque el último. Pues para concluir la historia, Mitterrand, miembro del primer gobierno provisional del general De Gaulle, descubrió el cuerpo agonizante de Robert Antelme, que se había casado con Marguerite Duras en 1939 -y de la que se divorciaría en 1947-, que susurraba su nombre en medio de un montón de cadáveres durante una visita de inspección al campo de concentración de Dachau. En una rápida vuelta a París, Mitterrand organizó el rescate de su amigo, mediante papeles semifalsos y algunos compañeros de la Resistencia, que le trasladaron a París, a la calle Saint-Benoit, con 35 kilos de peso y enfermo de tifus, pero que le salvaron al final tras un largo proceso de recuperación. Marguerite Duras lo ha contado en El dolor, una de sus numerosas obras maestras y Robert Antelme publicaría antes un libro fundamental sobre el universo concentracionario, La especie humana, y se casaría, tras su divorcio de la Duras, con Monique, mientras la anterior tenía un hijo con su compañero Dionys Mascolo, uno de los que colaboraron en su rescate. Robert Antelme falleció bastante tarde, en 1990.
Si hay alguna "voz de ultratumba" (esto no es sino un homenaje a Chateaubriand) en este libro es pues el susurro inaudible de Robert Antelme desde el montón de cadáveres de Dachau. El resto son conversaciones privadas entre dos amigos -sobre política, interior y exterior, sobre África y la descolonización o sobre Norteamérica- que siempre fueron fieles el uno al otro hasta el final. Un documento excepcional, que viene a demostrar que la ultratumba no es sino el pasado que no muere, y que sólo el arte es lo que siempre permite que todo vuelva una y otra vez.
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