Freud nos mira
La idea que los individuos occidentales poseen sobre sí mismos, e incluso Occidente en cuanto colectividad, sería radicalmente distinta sin pensadores como Sigmund Freud, del que se conmemoran los 150 años de su nacimiento. Hasta el final del siglo XIX se atribuían las enfermedades mentales a deficiencias orgánicas en la estructura cerebral. No había prendido todavía la corriente que comenzó a pensar los conflictos personales como efecto de enredos anidados en zonas oscuras e inconscientes del espíritu y cuya formación habría tenido especialmente lugar en las etapas de la infancia, según culminó Freud.
A menudo, cuando se descalifica a Freud y a sus teorías, se le tilda de literato más que de científico, de hombre de ocurrencias más que de ideas, gran lector de literatura y de filosofía, más volcado en la intuición que en la experimentación, repetidamente tentado de elevar las anécdotas clínicas a teorías y, con ello, temerariamente expuesto a la crítica profesional. Sin embargo, ¿cómo hablar de la historia del arte, del cine, de la literatura, de la música, de los masivos movimientos políticos o los extraños movimientos del corazón ignorando a Freud? De igual manera que, sin distinguir entre izquierdas o derechas, todo el pensamiento culto del siglo XX está impregnado de marxismo, casi cualquier diagnóstico actual sobre los desequilibrios de un vecino incorpora el lenguaje de Freud.
En los últimos 10 años, el psicoanálisis, más o menos corregido y aderezado por otras escuelas, ha ido creciendo porque, seguramente, tras la abusiva aplicación de terapias exprés y psicofármacos a granel, una parte de los pacientes ha confiado en la profundidad de un método que se apoya en el habla; que intenta, en suma, prestar atención a los conflictos mediante la extroversión y hacerlos notorios para quienes han de tratar directamente con ellos. ¿Podría imaginarse un trato más voluntariamente humano y una cura, gracias al habla, más acorde, en teoría, con el supremo bien de la comunicación?
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