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Columna
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¿Autogobierno?

Enrique Gil Calvo

En los festejos montados para celebrar el paso del ecuador de su primera legislatura, los gobernantes socialistas se han vanagloriado del éxito que les sonríe. Y tenían perfecto derecho a hacerlo, pues según las encuestas demoscópicas han recuperado los niveles de popularidad con que llegaron al poder. Pero si descontamos la maquiavélica desactivación del Estatut y la rendición de ETA que le ha caído del cielo, ¿hasta qué punto son consistentes los demás éxitos políticos de los que alardea Zapatero? Es verdad que ha habido ciertos gestos progresistas en la agenda del género. Pero a pesar de su talante políticamente correcto, es dudoso que logren transformar la resistente realidad española. En cuanto al resto, el saldo neto parece más problemático.

El continuismo de una política económica desequilibrada, dependiente de la revalorización del patrimonio inmobiliario, además de objetivamente derechista resulta más que dudoso, pues ha hundido la productividad, ha hinchado la inflación y ha desbocado el déficit comercial. De modo que, a falta de la prometida reforma laboral que desbloquee el empleo juvenil, y en ausencia de una política de vivienda que proteja el derecho a formar familia, para cumplir con una agenda de izquierdas sólo queda la Ley de Dependencia. Pero por lo visto hasta hoy, también aquí aparecen lagunas, entre las que destacan tres: la nebulosa indefinición de los servicios sociales a crear, el carácter no universalista sino asistencial de la protección prestada (pues un tercio de su coste será con cargo al beneficiario medio) y la perversa desincentivación del empleo femenino que plantea (pues en lugar de proteger a los dependientes subvenciona a las amas de casa cuidadoras).

Estas incertidumbres explican que, a la hora de hacerse el autobombo, el Gobierno haya pasado de puntillas sobre su agenda social, y en cambio ha preferido presumir de su agenda territorial, alardeando de estar profundizando con sus reformas estatutarias en el autogobierno de los españoles, como prueba aparente de progresismo político. Ahora bien, esto es una trampa semántica que encubre una contradicción en los términos. Lo progresista no es la distribución del poder (y de la renta) entre los territorios autónomos sino la redistribución de la renta (y del poder) entre las clases sociales. Pero por desgracia, la izquierda española (como el conjunto de la izquierda europea occidental) ha perdido su propia agenda política desde hace 25 años. Y al carecer de una agenda propia, la izquierda española ha optado por adoptar como suya la agenda política de los nacionalistas (con los que está coligada desde la Transición contra el franquismo y hoy contra el PP), que hace del autogobierno territorial su único objetivo político.

Pero lo malo de esta trampa semántica, que disfraza como progresista al autogobierno de los nacionalistas, es que oculta una evidente contradicción, pues el objetivo del autogobierno a escala territorial es incompatible con el objetivo de la redistribución de la renta (y del poder) a escala estatal. Dividir el territorio nacional en una serie de compartimentos estancos autogobernados estrangula la capacidad de gobernar en términos agregados, pues lo que se gana en proximidad (con el sobreprecio añadido de la inevitable corrupción clientelar) se pierde en descoordinación, externalidades negativas y deseconomías de escala, con la especulación inmobiliaria y la degradación ambiental (reflejada por el creciente incumplimiento de Kyoto) como peores efectos perversos, ante la impotente parálisis del Gobierno central, que está constitucionalmente maniatado al respecto.

Y lo peor de todo es que la intensificación de la competencia entre las comunidades autónomas las mueve a exigir mayores cotas de autogobierno cada vez, profundizando así la deriva perversa del sistema. Es verdad que Zapatero sólo cede autogobierno para hacer de necesidad virtud, obligado como está a compartir el poder con los nacionalistas. Pero debería saber que el autogobierno no es una virtud sino sólo un mal menor, al que antes o después habrá que poner remedio.

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