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Columna
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Simulación

El Departamento de Turismo del Gobierno vasco acaba de hacer públicas las conclusiones de un estudio sobre "comportamientos y tipologías" de las personas que nos visitan. Al parecer, a la inmensa mayoría de los turistas (91%) les satisface lo que aquí encuentran. A la cabeza de nuestros atractivos colocan la gastronomía y el paisaje. Aunque también ponen algún que otro pero. A nuestros visitantes lo que menos les gusta son los altos precios, la mala señalización de rutas y monumentos, y las comunicaciones.

Los precios la verdad es que impresionan, incluso a escala comunitaria. Antes era al revés; salías al extranjero y todo te parecía estimulante, pero caro. Todavía me acuerdo de aquellas primeras visitas, en pesetas, a las capitales europeas. Tomabas algo, te traían la cuenta, y tras una conversión monetaria que casi siempre resultaba vertiginosa, respiraban hondo y te resignabas a pagar. Hoy, te traen la nota y es que ni te inmutas; te sientes como en casa, a veces incluso tienes la sensación de que viajar ahorra. En fin, que, según este estudio de los "comportamientos y tipologías" (¿de verdad no hay otra manera de decirlo?), a los turistas lo que menos atractivo les parece "la carestía del municipio visitado".

Y las deficiencias en la señalización y las comunicaciones. Y hay que reconocer que razón no les falta. Sobrevuelo los rótulos, flechas u otros signos que habría que añadir para enriquecer y hacer más legibles, para la gente de fuera y la de dentro, las rutas materiales y culturales. Paso también rápidamente por los carteles, placas o paneles que habría que completar, desemborronar o restituir a su estado original bilingüe. A los propios puede dolernos el corazón democrático al ver algunos nombres en español tachados o desfigurados, pero nos orientamos. A los extranjeros una ruta llana puede volvérseles, por las mismas, una cuesta arriba y no hacerles ninguna gracia.

En lo que considero más grave, voy a detenerme con una simulación, como en un banco de pruebas. Imaginemos que uno/a de esos turistas circula hacia aquí desde Francia por la autopista. Ya está en Iparralde; entre Bayona y San Juan de Luz va a encontrarse unas obras, lo sabe porque bastantes kilómetros antes de que asomen ya se lo han dicho los paneles, repetidas veces, y con la indicación de aminorar la velocidad. Accederá al último peaje antes de la frontera por una pendiente de tres carriles, cuyo desnivel está perfectamente señalizado, que incorpora el consejo de ralentizar con el motor y el correspondiente carril de frenada.

Cruza la muga; entra en la A-8, y entonces él o ella, que creía que a estas alturas las fronteras europeas eran simples líneas imaginarias, simbólicas o convencionales, se da cuenta inmediatamente de que ha cruzado una frontera real. Pero es posible (los simuladores permiten siempre varias opciones) que no sepa -y que eso le desconcierte e incluso le asuste-: 1) Si es una frontera de espacio o de tiempo; porque la verdad es que tiene la impresión de haber retrocedido veinte años: calzada deformada, claroscuros de remiendos de asfalto; rayas superpuestas de distintos colores, blancas, anaranjadas o amarillas todas parecidamente ajadas y sucias, es decir, incapaces de guiarle por el buen camino. Pocos, por no decir ningún panel o indicación de obras o de limitación de velocidad, cuando es evidente que esa carretera está en proceso de hacerse (o deshacerse, a estas alturas ya no lo sabe); iluminación birriosa y/o fantasmal. 2) Si es una frontera entre la realidad y la ficción, porque la verdad es que no se lo puede creer. 3) O entre vigilia y pesadilla. 4) O entre un viaje turístico y una broma pesada o guión negro, porque no sólo ha pagado un peaje, sino que ha venido de vacaciones, a pasárselo bien, y de repente se siente en peligro.

Se da cuenta de que como se descuide, a la mínima, entre el laberinto de rayas medio borradas, los desniveles, los petachos de asfalto y las ausencias, va a tener un accidente, es que se va a matar.

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