Realidades flexibles
El debate sobre el Estatuto de Andalucía ha provocado una notable colección de desprecios. Los profesionales de la actualidad no dudaron en recibir la artificiosa fórmula de la realidad nacional con humor nervioso, pasando del paternalismo al desprecio o de la indignación al chiste. Más que una discusión de conceptos y oportunidades, los articulistas de cólera reaccionaria han preferido cortar por la raíz y caricaturizar las costumbres y el acento de los andaluces en la mejor tradición del folclore tabernario. Hasta un ciudadano que, como yo, vive con distancia las preocupaciones de la identidad, acaba sintiéndose afectado por esta dinámica de santas indignaciones o de comentarios con sal gorda. Desde luego hay nacionalistas españoles que trabajan con ahínco para conseguir la desarticulación sentimental de España a través del hábito insaciable de la ofensa. No nos ayudan a saber quiénes somos, pero nos hacen comprender dónde estamos. Lo único que consiguen dejar en claro las apasionadas discusiones nacionalistas es que una tontería se puede decir en cualquier parte.
Nacionalistas españoles van a conseguir desarticular España a base de ofensas
He decidido sentirme orgulloso de pertenecer a la realidad nacional de Andalucía
No siento demasiada preocupación por saber si Andalucía es una región, una comunidad autónoma, una realidad nacional, una nacionalidad histórica o una nación. Pero, llegados a este punto, tampoco me importa confesar que he decidido sentirme orgulloso de pertenecer a la realidad nacional de Andalucía. ¿Qué es raro y artificioso? Pues por eso mismo: hace años que me dan miedo las verdades naturales y las esencias que entran en batalla con la realidad. Lo que más me gusta precisamente de esta definición es que parece artificial, que tiene un marcado carácter político, que ha nacido del trabajo y de las discusiones de los políticos a los que yo he votado para ordenar de forma sensata una realidad histórica.
El descrédito de la política, cada vez más acentuado en las sucesivas encuestas, se corresponde con una interesada voluntad de limitar sus responsabilidades laborales. Siempre que sean capaces de evitar los insultos y el enrarecimiento de la convivencia social, está muy bien que los políticos trabajen, discutan, busquen consensos, marquen sus diferencias y encuentren soluciones, respuestas históricas, aunque sean artificiales. Nuestra vida y nuestra seguridad dependen de artificios como un Estado o una vacuna contra el sarampión. Lo verdaderamente preocupante es la ausencia de política en territorios que se consideran sagrados, por encima incluso de los artificios sociales y de la conciencia individual. Aquello sobre lo que no se puede discutir es lo verdaderamente peligroso, porque da pie a verdades religiosas o nacionalistas bajo las que deben diluirse las razones, las dudas, las semejanzas, las diferencias y las posibilidades de diálogo de los ciudadanos.
En relación con los últimos ordenamientos territoriales, el único debate que me pareció importante fue el del referéndum sobre el proyecto de Constitución Europea, precisamente porque intentaba obviar la política. Si no queremos que los ciudadanos pierdan la posibilidad de defender sus derechos y de intervenir en las decisiones sobre un mundo global, hay que responder a la unificación de los mercados con verdaderas estructuras políticas internacionales, y no con simples acuerdos de libertad económica más o menos disfrazados de Carta Constitucional. Ante la voracidad neoconservadora norteamericana y el protagonismo de los discursos fundamentalistas en el mundo árabe, no encuentro más posibilidad que una Europa que no renuncie al control político de los espacios sagrados, es decir, de esos espacios definidos como verdad ante una posible intervención política, ya sea en nombre de los credos religiosos, de los designios naturales de la raza, del espíritu de la tierra o de la fe sin límites en la libertad de mercado, que domina hoy como la devoción más exigente a la hora del respeto y del silencio.
Los ciudadanos que somos partidarios de la política no sentimos incomodidad cuando los políticos discuten y proponen un acuerdo posible. En el marco político de Andalucía, el Partido Andalucista es un defensor apasionado de que figure el concepto de nación en el preámbulo del Estatuto. El otro partido nacionalista, el Partido Popular, sólo desea que los valores espirituales de la nación se apliquen a España. La idea de realidad nacional surgió de la voluntad de consenso, un territorio intermedio preocupado por contentar a todas las opciones. No está mal, y se trata, además, de una fórmula que puede adquirir sentido con su mediana timidez en los debates de la política española. Algunas comunidades necesitan diferenciarse del resto del Estado, mientras que otras no están dispuestas, como resulta lógico, a que un valor sentimental se transforme en coartada jurídica para privilegios económicos. La fórmula realidad nacional puede ayudar a que unos ciudadanos se sientan históricamente diferenciados, proclamándose nación, y otros no tengan que renunciar a la igualdad de derechos propios de cualquier Estado democrático.
A mí personalmente me gusta más la flexibilidad material de la realidad que el rigor vaporoso de la nación, con sus verdades infranqueables fundadas en la leyenda romántica. Todas las sociedades son históricas, y no porque dependan de unos orígenes incontaminados en el pozo sin fondo de los siglos, sino porque se fundan y se transforman en la Historia. A la política corresponde dar respuesta legal a las situaciones de cada realidad. La de mi ciudad, Granada, no responde hoy al espíritu del imperio romano, ni a la media luna árabe, ni al catolicismo triunfante castellano, ni a la España de Franco, sino a un país democrático que hace 30 años decidió dotarse de Comunidades Autónomas con fábricas de raíces, es decir, con canales de televisión y competencias educativas. No me parece por tanto muy descabellada la timidez intermedia y dialogante de una realidad nacional. ¿Mi identidad? La que se considere conveniente. Yo me encargo de mi conciencia, que también es una realidad histórica.
Luis García Montero es catedrático de Literatura en la Universidad de Granada y Premio Nacional de Poesía.
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