Ruinas
"San Francisco ya no existe" escribió Jack London hace ahora exactamente un siglo. "Por muy asombroso que pueda parecer" -continuaba diciendo el cronista más ilustre de aquel pavoroso terremoto que sacudió las entrañas de la ciudad más viva de América- "aquella noche de miércoles, cuando toda la ciudad se hundía y se convertía en ruinas, fue una noche tranquila... Durante todas esas horas, mientras avanzaban las llamas, no vi llorar a una sola mujer, ni a un hombre abatirse, no vi a nadie presa del pánico".
Cuesta creerlo, pero si uno lo piensa bien, es probable que lo que relata el autor de Martin Eden fuese cierto. El ser humano tiene una capacidad fabulosa para reaccionar ante el desastre. También yo he visto mujeres que no sabían nadar meterse hasta el cuello en un mar encabritado para ayudar en el rescate de un barco, y a niños bosnios jugando al tres en raya en las ruinas de una casa bombardeada en Mostar, y a hombres aguantando el tipo con el corazón en la boca, pero con la cabeza en su sitio, como Jon Sistiaga después de que los soldados americanos bombardearan el hotel Palestina de Bagdad e hirieran de muerte a su amigo José Couso. Los psicólogos tienen el fenómeno muy estudiado. Es después, cuando ya ha pasado el peligro, cuando los héroes se derrumban.
Pero hay un eje de acero en ese temple inicial que queda tensado para siempre en la vida de las personas o de las ciudades que se ha visto zarandeadas por un trallazo, algo que no se sabe muy bien qué es, pero que les concede una belleza irreparable y eso debió de ser justamente lo que quedó sobreimpresionado en el tejido urbano de San Francisco, una pátina muy tenue, pero forjada a contradiós. En eso, supongo, radica el verdadero magma de la ciudad, en las brechas, en los boquetes, en las entrañas ardiendo...
Para mí San Francisco es una tarde de noviembre caminando por calles empinadas con los folios de una conferencia bajo el brazo y un café llamado La Bohéme donde alguien me habló de España y de la Residencia de Estudiantes. Es también la visión en fuga de los ladrillos rojos del edificio de la Southern Pacific durante un trayecto en taxi o Sean Pean con el periódico y una barra de pan bajo el brazo un domingo por la mañana en San Anselmo; es una escuelita con muros de adobe y arcos coloniales en el barrio de la Misión y el mural que hay en el cruce entre la 24 y Van Ness titulado Golden Dream of the New World; son unos cuantos libros, algunas películas... Pero sobre todo San Francisco, cien años después del terremoto que le partió la matriz, es una metáfora laica de resurrección, igual que esos abismos de intimidad arrasada que hay en el interior de algunas personas, en las que creemos que sólo quedan ruinas y a las que sin embargo el día menos pensado vemos caminar de nuevo con las cicatrices mal cosidas y blasfemando en arameo si hace falta, pero con un poema de abril en el bolsillo.
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