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Columna
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La venganza del ficus

Miquel Alberola

Casi tres siglos después de la escabechina de Berwick en Almansa, Francisco Camps irrumpió en el hemiciclo con el mismo ímpetu que si acabase de llegar de ese lugar de la Mancha de reparar el honor de los valencianos con su espada. Pero lo hizo sin su habitual órbita de consejeros, enjabonadores, zalameros y ganapanes. Estaba solo, como lord Galway, tras la espantada austracista. Se quedó ante el toril, frente a una barricada femenina zaplanista que lo acribillaba a miradas, hasta que Rita Barberá lo cubrió con su traje de chaqueta de color tabaco y su disuasoria coreografía de sacudidas.

Se suponía que tras varios actos de apología política de la reforma del Estatut, ayer, Día de las Cortes Valencianas, Camps abriría ese melón a la sociedad, pero en realidad sólo se trataba de otro ejercicio de consumo interno para los de siempre, luego aliñado con canapés y refrescos. Lo arrancó Julio de España de un mazazo que tenía más que ver con la ley de la gravedad que con la autoridad de la Presidencia de las Cortes. Después de haberle metido palos a la rueda de la reforma, hincaba la cerviz y se convertía en su principal valedor. Se puso de pie y trató inútilmente de abrochar su acampanada chaqueta. Juntó el índice y el pulgar, como si fuera a componer una perorata sobre una copa de anís seco paloma, y habló del 25 de abril y de la recuperación del autogobierno, mientras la diputada Elvira Suances, con bronceado de yate, repartía sonrisas como si fuera la reina de la cabalgata.

De España coció a la audiencia con sopor hepático y el hemiciclo estuvo a un tris de quedarse pajarito, a no ser por el golpe de las gafas del diputado Joan Ribó sobre el parqué. Por un momento, a De España sólo le faltaba una peluca austracista para parecer un juez interpretado por Charles Laugthon, pero enseguida enseñó la patita de fiscal malo. La oda al consenso derivó hacia el desmarque de la oposición, incluso lo adornó con una cita de a Luis Lucia y se permitió llamarlo Lucía como si fuese una señorita. Y Joan Ignasi Pla se quedó solo aplaudiendo con evidente desgana.

Luego Zaratustra habló en los pasillos. Camps hizo un discurso con mucha sílaba tónica ante un manojo de alcachofas. Contó lo de su padre, que tenía su misma edad, y él, que tenía la de su hijo, en la manifestación del 1977. Sacó el botijo y dijo que se habían acabado las prisas, que a partir de ahora paz y tranquilidad. La legislatura había muerto y allí había quedado un epitafio muy valenciano: paz y tranquilidad. Así había hablado Zaratustra ante la perspectiva del año legislativo sabático. Debajo del socorrido ficus el servicio de catering ya había dado rienda suelta al piscolabis. Cruzaban ráfagas de montaditos y hervía la Coca-Cola en los vasos de tubo. Pero éstos eran los únicos síntomas de festividad en el jardín, mientras el ficus, como homenaje a Newton y en venganza, dejaba caer sus frutos muertos como proyectiles sobre la concurrencia.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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