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Columna
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Soltar lastre histórico

Hace tiempo que vivimos resignados a que el marketing político y las leyes de la telegenia hayan usurpado la frescura que un día tuvo la participación ciudadana en política. Mientras el PP se cuida muy mucho en los mítines de enmarcar a sus líderes en un retablo de jóvenes sonrientes con aire alegre y despreocupado y el PSOE se preocupa por cultivar un aire más cuidadosamente desenfadado en sus ministros y ministras, el PNV se aseguró de ubicar un ciudadano negro a la izquierda del lehendakari en el acto central del Aberri Eguna. ¿El mensaje? Euskadi es una tierra de acogida y el nacionalismo un proyecto integrador de razas y religiones.

Sin embargo, la imagen de Ibarretxe junto a los actores de una representación de la Pasión, esta vez con Jesucristo a su derecha, reivindicando los derechos históricos del pueblo vasco como la verdadera constitución de los vascos proyecta un mensaje muy distinto. En concreto, esa reivindicación de la Historia, con mayúsculas, como fuente del ordenamiento jurídico en un contexto pascual tan culturalmente específico genera una sensación de desencaje y desubicación temporal del proyecto político de Ibarretxe.

Utilizar la Historia como fundamento de la solución para articular sociedades complejas presenta innumerables riesgos y contradicciones

¿Cómo mirarían los franceses de la inmigración africana y magrebí a Jacques Chirac si éste, con una mujer vestida de Juana de Arco a su lado, anclara su visión del futuro de Francia en Vercingétorix (siglo I A.C.) y en los reyes carolingios (siglos VIII a X)? Pues probablemente como miran la parafernalia patriotera de los mítines del Frente Nacional de Jean Marie Le Pen: como una invitación al desapego, la autoexclusión y el combate identitario. Utilizar la Historia, o los llamados derechos históricos, como fundamento de la solución para articular sociedades complejas presenta innumerables riesgos y contradicciones. ¿Qué historia dentro de la Historia elegir? Aunque no es difícil adivinar sus preferencias personales, el problema al que se enfrenta Ibarretxe es encontrar, aislar y separar fotogramas en los que todos nos reconozcamos dentro de ese largometraje interminable que es la historia.

La contradicción es irresoluble: cómo encontrar un fundamento sólido e irrefutable para un proyecto (la construcción nacional) que, por naturaleza, tiende a la estabilidad en un medio histórico que, por definición, existe sólo en permanente estado de cambio y provisionalidad (el perpetuo fieri de Heráclito). En la expresión "derechos históricos del pueblo vasco", ni siquiera el sustantivo "derechos", y mucho menos los otros tres ("históricos", "pueblo" y "vasco"), se libran del embate y los vaivenes de los conflictos generados por las diferencias ideológicas. Si la receta para resolver el problema vasco son los derechos históricos del pueblo vasco, el terreno queda allanado para la perpetuación histórica del llamado "histórico conflicto vasco".

Tener presente la Historia es un requisito imprescindible para acercar posiciones encontradas, para curar heridas y trenzar lazos rotos. Entendida así, la Historia constituye un terreno neutral al que volver la mirada para revolver los recuerdos y entresacar historias comunes, comúnmente aceptadas. A ello se dedican, por ejemplo, con arduas dificultades, historiadores turcos y armenios que intentan poner fin al conflicto histórico que enfrenta a estos dos países vecinos. Construir el futuro sin mirar al ángel de la historia ha permitido que, a lo largo del siglo XX, proyectos utópicos y futuristas se convirtieran en infiernos totalitarios. Pero basar el ordenamiento jurídico en la Historia y afirmar que los derechos históricos constituyen la verdadera constitución de los vascos es otra historia.

El mundo del Derecho Constitucional no ha zanjado aún la contradicción que encierra la concepción de lo que entendemos como Derecho positivo. Las constituciones, desde un punto de vista dinámico, suelen aparecer precisamente como resultado final de los avatares de la historia. Es decir, el Derecho tiende a surgir como fruto de las transformaciones que traen los momentos de convulsión social y política. Pero una vez codificado, solidificado en el texto de una constitución, el ordenamiento jurídico aspira entonces a su permanencia. Ésta es la grandeza del Derecho, entendido como suele entenderse en la Europa en que vivimos: el espejismo colectivo de estabilidad, seguridad y previsibilidad que generan leyes como la Constitución española de 1978 y el Estatuto de Gernika.

Esta vocación de permanencia no implica su intangibilidad ni inmutabilidad, como han alegado en Euskadi algunas fuerzas abusando del término "constitucionalista". Pero en la Euskadi de 2006, los altísimos niveles de autonomía de que gozamos y el régimen de libertades que protege a los ciudadanos vascos emanan de la Constitución y del Estatuto, y no de lo que Ibarretxe denomina derechos históricos. Como dijo el presidente del PNV, Josu Jon Imaz, en el mismo día, Euskadi es hoy "más nación que nunca". Y lo es gracias al Estatuto y a la Constitución.

Esperemos que no llegue el día en que salgamos del laberinto de ETA para meternos en el limbo de la Historia, porque conduciría inevitablemente a la deconstrucción nacional vasca. No es ésta la hora que ha llegado. El momento que se acerca es otro. Es el de sentarse en una mesa, o debajo del Árbol de Gernika si hace falta, o incluso mejor, en el Parlamento vasco, para discutir la posibilidad de alcanzar un nuevo pacto entre vascos.

Remitirse a la Historia es equívoco porque alude a una de las múltiples interpretaciones posibles del supuesto conflicto de los vascos con Francia y España, y no al problema al que por fin podremos enfrentarnos sin la interferencia de ETA: el que nos enfrenta a los vascos con nosotros mismos.

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