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Columna
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Flor de piel

Una reciente exposición del centro cultural Koldo Mitxelena mostraba, entre otras, la obra de Jordi Pablo: los objetos que este artista toma de la vida cotidiana para apartarlos de su uso o valor corrientes, y atribuirles un nuevo sentido o "misión". La visité antes de que ETA anunciara su alto al fuego, pero mientras contemplaba esos objetos rescatados del fatalismo de su costumbre, me situaba ya, mental y emocionalmente, en un momento posterior, en el después de. Elijo de entre todas las piezas allí expuestas un lápiz cuya punta no es la habitual mina afilada, sino una ramita de la que, a su vez, parten otras y otras. Como un lápiz convertido en tronco de árbol. En realidad, en lo que pensé fue en una escritura como un árbol, desde la raíz profunda y ausente hasta la imaginable flor, y el fruto. Y si asocié allí mismo el lápiz-árbol y la desaparición de ETA fue porque volví a pensar entonces, lo que he pensado muchas veces y ahora: que el después del terrorismo va a ser un tiempo de escrituras, un tiempo de contar.

Una encuesta política nos preguntaba hace poco sobre los efectos de la desaparición de ETA en nuestra sociedad. Hay algunos inmediatos y evidentes; otros se irán produciendo despacio y en el ámbito incomunicable de la intimidad, pero entre las buenas consecuencias del final del terrorismo creo que habrá que incluir la multiplicación de las expresiones artísticas de lo sucedido durante todos estos años negros. La raya de este final de ETA va a ser umbral de novelas, películas, relatos, imágenes de lo que aquí hemos vivido durante décadas y que se ha contado poco. Hay aún pocas miradas artísticas sobre una experiencia que es inmensa, colosal, que ha ido sumando (y restando) multitud de sentimientos, pensamientos, heridas, deseos, privados y públicos; transparentes o secretos; curables o tal vez lo contrario. Ha llegado el tiempo de representar todo eso, de explorarlo.

Mientras todo sucede es difícil contarlo, porque es difícil dar con la perspectiva adecuada. Y cuando digo perspectiva no me estoy refiriendo a una posición ideológica o ética, ni siquiera a una actitud emocional. (A estas alturas cada cual conoce y ha podido evidenciar de mil modos la suya). Lo difícil es decidir un punto de vista desde al arte, es decir, desde una iniciativa eminentemente estética. El punto de vista justo, capaz de contar sin agotar, sin reducir, sin simplificar; capaz de trascender los límites de una experiencia singular para alcanzar una dimensión tan "fieramente humana" que evoque lo universal. Y de revelar algo insólito donde parecía que todo se sabía; interrogaciones donde sólo se veían respuestas. Capaz de conmover, de transformar de algún modo al lector o espectador ("Un buen relato tiene que ser como un hacha contra el mar de hielo que hay en nuestro interior", decía Kafka). Capaz de expresar, más allá de lo horrible, la auténtica dimensión del horror y de dar pistas que ayuden a transitar por las heridas y las huellas ("En un buen relato siempre encontramos algo que puede servirnos en la vida", decía Walter Benjamín). Mientras todo sucede es difícil encontrar ese punto de vista. Cuando todo cesa, se vuelva mucho más sencillo orientarse en el debate moral que plantea W. G. Sebald: "Tan pronto algo terrible se pone en un contexto estético se convierte en conmensurable".

Cierro con otra exposición, la que en el Centro Cultural Okendo de San Sebastián presenta las fotografías de flores del artista japonés Toshio Shimamura. Son imágenes hermosísimas, en blanco y negro, y de gran formato. Esa escala descubre en la flor texturas impensadas. No hay color y, sin embargo, el color está más presente que nunca. Las contemplo y vuelvo a pensar en este momento por fin posterior e, inmediatamente, en los puntos de vista capaces de relatar inconmensurablemente nuestra historia, de descubrir texturas elocuentes o el color más preciso en la ausencia, o una manera de hacer de la memoria la piel, la flor de piel, de un presente común.

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