El dilema abierto
Estamos en ello señores. Tiempos interesantes como si de la mejor maldición china se tratara. Lo diga el admirado Seymour Hersh en el New Yorker o nuestro inolvidable Félix Bayón en su adiós por Marbella. Estamos ante un muy soberano conflicto que cada vez tiene menos visos de poderse arreglar con buenas palabras y maneras y que afecta a la seguridad de todos hasta el punto en que, si todo fuera realmente mal, nadie tendría por qué volver a preocuparse de nada. La proliferación del arma nuclear hace de este aparato un arma convencional, y liquidada la mutua destrucción asegurada (MAD) que era la promesa cariñosa de lealtad entre Estados Unidos y la Unión Sovietica durante la guerra fría, nadie puede estar seguro de qué hace quién con qué en la cocina del uranio. El Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA), junto al Danubio, comienza a recordar la decadencia de su otrora lujoso y omnipotente economato.
El ambiente internacional tiende al menos esta vez a no ocultar la irritación. Algunos tienen el valor de mostrar su miedo. Muchos están dispuestos a cada vez más. La evidencia de que es así resulta rotunda y ante declaraciones como las que se suceden de Teherán y Washington, de Jerusalén y París, es difícil considerarlas disparates improvisados. Habrá quien la niegue. Si la paz de Westfalia se dinamita en apetito de terreno, la paz -ya fenecida- que nos ha deparado esta época de bienestar -tras la hecatombe de dos guerras mundiales- siempre a los más favorecidos, se disuelve ante la energía que ya no está siquiera en los más de 70 dólares del litro de sangre de civilización sino en el átomo. Dicen que hasta los socialistas europeos tienen ya meridianamente claro que habrán de defender la energía nuclear para fines pacíficos. Y que aún no se atreven a hacerlo.
Lo que aún nadie sabe es cuánto tiempo habrá de pasar para que los ciudadanos, partidos y gobiernos de las grandes democracias europeas se tengan que enfrentar con la posibilidad, ya no abstracta, de utilizar la energía nuclear con fines militares, y no como amenaza, sino como arma ya definitivamente convencional y para mantener, sabemos que suena terrible, el orden en un planeta en el que cada vez más fuerzas políticas, ideológicas y religiosas huyen hacia la nada. La alternativa al uso convencional del arma atómica está en un tratado de represalia masiva hacia el Estado o poder que haga el primer uso. Esto comienza a ser cada vez menos probable porque son más los Estados que consideran el arma nuclear como su primera opción de seguridad y la represalia nuclear. Las armas atómicas fueron un invento que pudo parecer a muchos diabólico pero que nos impuso décadas de ese gran proceso obligatorio de reflexión que impide probablemente la mayoría de los sufrimientos. Herramientas de dos para darse miedo y no tocarse. Hoy son armas en poder de cada vez más amigos y enemigos de los viejos propietarios y que comienzan a ridiculizar en su proliferación al modelo T de Ford que nos trajo la universalización del automóvil. Es improbable que, emprendido este camino, pasen muchos años antes de que alguna circunstancia haga estallar una nueva bomba atómica y que no sea como fueron Hiroshima y Nagasaki, privilegios de gran potencia en situación irrepetible. Es absurdo pretender que aquellos países que luchan por sobrevivir, por no hundirse definitivamente ante el mundo y sus gentes en la terrible carrera de la prosperidad, renuncien al mejor mecanismo de lograr prestigio, poder y cierta imbatibilidad para sus acciones laterales.
Hay lo que viene a llamarse una escuela de pensamiento occidental, en Europa, ante todo, y en los barrios más confortables y liberales del resto de las democracias del mundo, muy dadas a deliciosas disquisiciones compasivas, que aseguran que mil veces será maldito aquel que levante la mano contra criaturas acosadas como el presidente de la República Islámica del Irán, Mahmud Ahmadineyad o el primer ministro del Gobierno palestino, el líder de Hamás Ismail Haniya. Pero es posible también que el juego haya cambiado sin que lo noten estos elegantes señores y los enemigos citados obliguen a respuestas y no muy lejanas. Contundentes y por parte de esa otra escuela de pensamiento que cree que si alguien tiene que utilizar el arma atómica habrá de ser quién no la quiere para exterminar al adversario. Y el dilema ya esta abierto.
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