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Columna
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Nacimiento de una nación

Una vez devuelto a su iglesia el séquito de los encapuchados cofrades, recomienza el desfile de palabras-problema a propósito del nuevo Estatuto de Autonomía, nación, nacionalidad histórica, realidad nacional, identidad nacional, aunque una encuesta diga que ni siquiera dos de cada cien andaluces quiere hablar de nación, ni de nacionalidad. Más que recolectoras, las encuestas son sembradoras de opinión, y, puesto que los encuestadores han hablado de nación o nacionalidad histórica, la inmensa mayoría del Parlamento, 98 diputados, del PSOE y del PP, votarían por "nacionalidad histórica", y 11 diputados, de IU y PA, prefieren "nación". Ni un solo partido se contenta con la humilde y administrativa denominación de "comunidad autónoma", la única indiscutible.

Aquí se tiende al mimetismo catalanista, quizá porque la solución de la cuestión regional partió del restablecimiento de la Generalitat republicana en septiembre de 1977. La Generalitat se convirtió en símbolo de la continuidad democrática, después del franquismo. Luego hubo que extender el pálpito nacionalista de Cataluña y el País Vasco a toda España, no para fomentarlo, sino para anularlo o diluirlo o neutralizarlo. El Estatuto andaluz fue fundamental en 1980 y 1981 para esta generalización de los particularismos regionales.

El mimetismo se ha reverdecido en cuanto Cataluña impulsó su nuevo Estatuto, y, para solucionar el problema apasionante, percibido por poquísimos ciudadanos, de si Andalucía es nacionalidad o nacionalidad histórica o nación, los políticos andaluces proponen copiar casi literalmente unas líneas del preámbulo del Estatuto catalán: "La Constitución española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como una nacionalidad". Puede ser que la Constitución reconozca también la "realidad nacional de Andalucía". Esto es histórico evidentemente, pero es nuevo. Es un invento de ahora, y los partidos políticos tendrían que comprender que no necesitan apelar a una historia nacional andaluza. Sólo deberían anunciar con orgullo el nacimiento de la nacionalidad histórica, la realidad nacional o incluso la nación nueva.

Hablar de nacionalidades históricas entraña recurrir a un espíritu nacional, basado en una geografía, unas costumbres y unas tradiciones por encima de los tiempos y de las circunstancias: no hay realidad nacional sin exaltación de los valores nacionales. Cuando se idearon 17 regionalismos diferentes para contrarrestar el vasquismo y el catalanismo, en Andalucía empezó una labor de homogenización y propaganda andaluza, apoyada en locutores radiotelevisivos que adjetivaban incansable y andaluzamente lechugas, futbolistas, artistas o médicos, todos andaluces, de la Andalucía única y eterna. Pero yo veo esta Andalucía como una realidad administrativa reciente, de los años 80, partícipe en la construcción del nuevo Estado democrático, la Constitución y la defensa de las libertades, y no me parece poco.

Reconozco que mucho más glorioso es hablar de Tartessos, griegos y fenicios, cartagineses y romanos, visigodos y árabes, hasta Al-Andalus, que llegaba a Lisboa y Lugo y Carcasona, Andalucía perenne, nacionalidad histórica, una nación, incluso dos en vez de una, la Andalucía castellana del siglo XIII, del Valle del Guadalquivir, y el Reino de Granada, dos naciones. Esto es lo que constituye las realidades nacionales: una épica con himno y bandera. Todo esto lo pueden manejar los partidos políticos andaluces del año 2006, pero deberían aceptar que lo hacen para engendrar una realidad nacional nueva, novísima, no con una historia de siglos o milenios. La invención de la nueva Andalucía es de estos años: un único acento, un único folklore, una única realidad nacional, o nacionalidad histórica, lo que quieran. Es una historia que ha empezado ahora: no tiene ni 30 años. Que no digan que Andalucía es una realidad nacional o una nacionalidad histórica. Que, asumiendo todas las responsabilidades de inventar una cosa así, digan: "Queremos que esta Andalucía sea, desde ahora, una realidad nacional".

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