"Mi literatura se ha españolizado al vivir aquí"
Sentado tranquilamente en la arena frente al mar, en Barcelona, Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) parece muy lejano del escenario de su novela Abril rojo. Un thriller que engancha de inmediato al lector, en una atmósfera con olor a sangre, misterio y miedo, pero que curiosamente empieza con un personaje casi cómico: el fiscal de distrito adjunto Félix Chacaltana Saldívar. El ganador más joven del Premio Alfaguara, autor de las novelas El príncipe de los caimanes (Planeta, 2002), Pudor (Alfaguara, 2005) y el libro de cuentos Crecer es un oficio triste (El Cobre, 2003), aborda en Abril rojo un terreno abonado por el terror y el espectro de la muerte.
PREGUNTA. ¿Es esta novela una especie de exorcismo histórico?
"Perú es un país tan extremo y delirante que quizá no sea tan perfecto para vivir, pero sí es perfecto para narrar"
RESPUESTA. Sí, pero pasa primero por un exorcismo personal. Antes de venir a España, entre los años 1999 y 2000, trabajé en Perú en la oficina de Derechos Humanos. Eran los últimos años de Fujimori y existía el fantasma del terrorismo pero no existía aún el fantasma del terrorismo de Estado. En la Defensoría del Pueblo hacíamos estudios sobre los desaparecidos, trabajos en cárceles. Mientras descubría las torturas, me iba sumergiendo en el horror. Yo era consciente de los crímenes que había cometido Sendero Luminoso, pero esto era ver la cara del horror que había sido cometido en mi nombre, en el de la democracia.
R. El que vive el fiscal Félix Chacaltana Saldívar es el mismo proceso que yo viví, transfigurado en la ficción. Es decir, es el proceso de inmersión en el horror que él no quiere ver, que a él nadie le ha explicado que existe, y que él trata de negar hasta que es tan brutal la evidencia que no puede ya rechazarla.
P. Uno de los elementos que más utiliza en esta novela es cierta imaginería cristiana, ritual. Que es lo que da el ambiente más terrorífico.
R. Cuando fui a ver la Semana Santa en Ayacucho, lo que más me impresionó fue lo tétrica que es. El escenario de esta novela es esta celebración de la muerte, las procesiones del Cristo, en una urna, bañado en flores, ensangrentado, y toda la ciudad a oscuras iluminada sólo con velas.
P. Es una ciudad, además, cuyo nombre significa "rincón de los muertos".
R. Ayacucho tiene una larga historia de muerte, no sólo con Sendero Luminoso. Es una ciudad que ha sido siempre el límite de las revoluciones indígenas. Sendero es sólo una cara más de lo que ha sucedido en los últimos 500 años. También por eso me interesaba que el asesino en serie fuera decorando sus cadáveres o disfrazando a sus víctimas en relación con lo que ocurría cada día de la Semana Santa. No sólo es una celebración de la muerte sino de lo que la muerte permite, que es la resurrección. Y eso tiene que ver con muchos mitos andinos, como el del Inkarri, el regreso del inca. Es el tipo de mitos que justifica la muerte.
P. Es que la muerte, cuando es producto de una deformación psíquica, incluso colectiva, es cuando adquiere la forma del ritual, ¿no?
R. Claro. Creo que en una sociedad en guerra -y da lo mismo que sea la peruana o la española en la Guerra Civil, por ejemplo- todo el mundo tiene muy buenas razones para matar. Como consecuencia se entra en un círculo de muerte en que matar es la única forma de vivir. Se crea una sociedad de asesinos. Y entonces la muerte adquiere no ya una utilidad práctica sino el sentido de una celebración ritual. De hecho, yo creo que el terrorismo, al menos el que pretende operar a gran escala, necesita que su gente tenga una creencia trascendental muy profunda. Porque no es sólo que maten, sino que se exponen a morir. Esa gente necesita creer en algo que justifique su muerte y la muerte de los demás. En el caso de Al Qaeda es la religión, en el de los senderistas el maoísmo, el comunismo. Pero a pesar de llamarse materialistas eran totalmente trascendentalistas. Creían en una verdad absoluta que justificaba su muerte. Es significativo que el poder asesino de ETA, por ejemplo, es muchísimo menor que la guerra de Sendero, que en diez años mató a 35.000 personas.
P. Usted ha vivido el exilio, la dictadura, el terrorismo y la inmigración. Diferentes situaciones de extrañamiento desde muy pequeño. Pero en esta novela no hay victimismo de ningún tipo.
R. Creo que el victimismo es muchas veces el argumento de los asesinos. La gente asesina porque se siente víctima. Tanto los militares como los senderistas.
P. También hay víctimas reales.
R. No niego que haya víctimas. Pero en mi experiencia el victimismo es el mejor alimento para el odio. Nuestros asesinos son siempre héroes, y los de los otros, criminales. Yo he tratado de representar una realidad en que todo el mundo es asesino porque es víctima, y viceversa. Toda situación de paz, como la que va a vivir ahora España, implica una cierta situación de injusticia. Negociar esa pacificación, en Suráfrica, en Irlanda, en Perú, implica que gente que mató andará por la calle a tu lado. Y ésa es una cuestión muy delicada.
R. Yo siempre he escrito en un español muy neutral, lo que pasa es que mi neutralidad era distinta antes de llegar acá. (Ríe) No he trabajado mucho el registro dialectal. Pero es cierto que además mi lenguaje se ha ido convirtiendo en algo neutro. Cuando voy a Perú dicen que hablo como español y aquí a nadie se le ocurre decir lo mismo. Eso ya me pasó en Perú cuando llegué de México y he terminado por hablar una especie de español como escrito, depurado y aséptico. Mi lengua española es una lengua franca.
P. Este año ha ganado Alonso Cueto el Premio Anagrama, usted el Alfaguara y Jaime Bayly quedó finalista del Planeta. Tres escritores peruanos.
R. Perú es un país tan extremo y delirante que quizá no sea tan perfecto para vivir, pero sí es perfecto para narrar. El esfuerzo por dar sentido a lo que ves que ocurre suele producir novelas interesantes. En el caso de Cueto, el tema llega en un momento que es útil para Perú. El documento de la Comisión de la Verdad inaugura una etapa de reflexión, no ya de confrontación, pero resulta que además es un tema interesante en muchos países, un problema que todos se plantean: a cuánta gente hay que matar para que el mundo sea más seguro; cuántas libertades hay que restringir para ser más libres. Eso le da mucha fuerza a estas novelas. De todos modos, la literatura peruana ha estado relativamente aislada durante muchos años, menos conocida que la colombiana, la argentina o la mexicana para la calidad que tiene.
R. Aparte de que me encantaría que esta novela llegue al cine, como va a suceder con Pudor, pienso que uno siempre escribe contra lo que había antes. La literatura en América Latina hasta los años noventa era tan experimental, jugaba tanto con el lenguaje, que terminabas por distraerte de la historia que contaba. Yo pertenezco a una generación muy bombardeada por lo audiovisual y mi referencia de cómo se cuenta una historia es más audiovisual que literaria.
P. Está emparentada también con esa tendencia actual del cine documental.
R. Siempre que escribes tienes que convencer que lo que narras es real. Pero vivimos en un mundo cada vez más escéptico, donde cada vez es más difícil convencerse hasta de que lo que lees en un periódico es real. Por eso yo trabajo transfigurando experiencias reales. En este caso es una experiencia documental, pero en Pudor lo hice con mi propia intimidad. Lo que intento es disimular esa realidad porque la realidad nunca está lo suficientemente bien contada. El thriller es un género muy artificioso, pero para compensar ese artificio trabajé con la realidad documental.
El ganador del Premio Alfaguara 2006 ha escrito un thriller inquietante que transcurre durante la Semana Santa de la ciudad peruana de Ayacucho entre las sombras que dejaron más de dos décadas de guerra terrorista. Una novela que va del humor al horror tras la pista de un asesino en serie.
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