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Columna
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Waterloo, versión 2006

Francia ha sufrido su segundo Waterloo en menos de 200 años. Sólo que esta vez ha sido un Waterloo interior, en el que una coalición de estudiantes, sindicalistas y funcionarios ha asumido el papel de la alianza anti-napoleónica, dirigida por lord Wellington, para infligir una humillante derrota al jefe del Estado francés, Jacques Chirac, y a su principal mariscal de campo y jefe del Gobierno, Dominique de Villepin. La incógnita es saber si la V República, cuyas instituciones han quedado en estado comatoso tras el lamentable espectáculo de las últimas semanas, aguantará los 13 meses que restan hasta las próximas elecciones presidenciales, o si este nuevo Waterloo provocará su caída, como ocurrió en 1814 con el imperio del primer Bonaparte.

Por enésima vez en los 11 años de presidencia chiraquista, la calle ha ganado la batalla a las instituciones democráticas de la República, con su consiguiente debilitamiento. La protesta callejera se ha impuesto a la Asamblea Nacional y al Consejo Constitucional, que había avalado la constitucionalidad del Contrato de Primer Empleo (CPE) -un tímido intento de abordar el paro juvenil, que afecta al 23% de los jóvenes y casi al 50% de los hijos de emigrantes-, dentro de una ley general de igualdad de oportunidades. ¿Para qué esperar a que un nuevo Parlamento debata una reforma laboral acorde con los nuevos tiempos, si, como en el pasado, el Gobierno no resistirá la presión de la calle? ¡Olvidemos a esos trasnochados de Montesquieu y Tocqueville y, en la mejor tradición francesa, volvamos a las barricadas!

Y, convencidos de su victoria final, a las barricadas se fueron para defender un statu quo insostenible en una economía cada vez más competitiva y globalizada, que los huelguistas se empeñan en ignorar. Como declaraba a Paris Match el actual eurodiputado y dirigente estudiantil del Mayo del 68 Daniel Cohn-Bendit, "[nuestro movimiento] tenía una visión positiva del futuro, mientras que las protestas actuales se basan en el miedo a la inseguridad y al cambio". Globalización, liberalismo, libre mercado, beneficios y productividad son términos demonizados en el vocabulario político francés. Nada sorprendente cuando el propio Chirac declaraba el año pasado que "el liberalismo era una amenaza mayor que el comunismo". Un miedo al cambio que atenaza lo mismo a la derecha que a la izquierda, ambas fanáticas creyentes en la inevitabilidad del dirigismo estatalista. The Economist recuerda los vituperios que sufrió la candidata presidencial mejor colocada de la izquierda, Ségolène Royal, cuando cometió la blasfemia de elogiar la Gran Bretaña de Tony Blair.

Francia no consigue bajar del 10% la tasa de paro, a) porque los empleos vitalicios están tan blindados que pocos empresarios se atreven a crear nuevos puestos de trabajo, y b) porque sin crecimiento no es posible la creación de empleo en la empresa privada y el crecimiento sólo alcanzó un magro 1,4% en 2005. Entretanto, una cuarta parte del total de puestos de trabajo, cinco millones, pertenece al sector público, lo que obliga al Estado a un constante endeudamiento, que ha pasado del 64,4% del PIB en 2004 al 66,8% el pasado año y que, si no se remedia, podría llegar al 100% en 2014.

El historiador Nicolás Baverez escribía recientemente que "sólo una ruptura radical puede modernizar Francia, lo que supone que, tras un gran debate nacional, surja un mandato político claro, un proyecto de futuro coherente y una fuerte capacidad de liderazgo". Ese debate requiere, sobre todo, claridad y veracidad, algo que, hasta ahora, ha faltado a la clase política francesa de todos los colores. Como en Historia de dos ciudades, de Dickens, hay otra Francia distinta. Es la Francia emprendedora de la empresa privada, dispuesta a competir con su esfuerzo en el mundo y que el año pasado copó el tercer puesto en el número de adquisiciones de compañías extranjeras. Ahí está el futuro de Francia.

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