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Columna
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Juan Urbano y las torres

Como todas las personas sensatas de este mundo, a la hora de pensar en el que aquí en Madrid, y desafiando la ley de los relojes y los calendarios, siempre será el único 11 de Marzo posible, Juan Urbano también le tenía miedo a todo lo que no pasó. Porque, aunque parezca increíble, aquella atrocidad podía haber sido aún más dramática, o los asesinos podrían haber escapado y seguir con su macabra ceremonia de sangre. Ahora, cuando leía en el periódico las declaraciones de los testigos que incluye el auto de procesamiento que acababa de concluir el juez de la Audiencia Nacional encargado del caso, por algún motivo le impresionó más que ninguna otra cosa la frase que, al parecer, dijo uno de los terroristas mientras pasaba junto a las Torres KIO: "No descansaré hasta que no caigan estas torres". Qué terrible, porque dentro de esa frase las torres ya estaban en ruinas, y bajo las ruinas había toneladas de dolor y muerte. Una amenaza ya es medio golpe, tal vez.

Poco después del atentado contra las Torres Gemelas, de hecho a los pocos días de que Estados Unidos volviera a abrir su espacio aéreo, Juan Urbano había ido a Nueva York y a Chicago, y subió al Empire State y al edificio Sears. Le gustaba hacer eso siempre que viajaba, buscar la torre más alta de cada ciudad y, justo antes de volver, subir a ella para contemplar las calles a vista de pájaro, como si ya la recordase. Pero esa vez, al contrario que en otras ocasiones, iba prácticamente solo: ahora todo había cambiado, y cuando los turistas miraban los rascacielos ya no veían un observatorio, sino una diana. En el resto de las ciudades de los países que, tras la invasión de Irak, nos habíamos convertido en enemigos, pasaba exactamente lo mismo.

Paseando por la plaza de Castilla, Juan miró el edificio amenazado y pensó en la metáfora sencilla pero eficaz de esos atentados: hay que hacer caer las torres más altas para que junto a los símbolos del poder y el dinero se derrumbe la moral del adversario. De momento, habían ensayado su crimen en las torres horizontales de los trenes, pero pronto llegarían más alto, construirían la muerte vertical, su justicia de pólvora y metralla condenaría a los inocentes a un sufrimiento ejemplar, publicitario. Qué horror.

Las torres pueden ser obras de arte o dianas, pero también son símbolos, aunque a veces eso se nos olvide a causa de la costumbre. Los rascacielos son una alegoría del bienestar, un emblema de la abundancia, y los terroristas de toda clase tienden a considerarse a sí mismos unas veces héroes, otras mártires y siempre vengadores cuya tarea es producir tanta desgracia y destrucción como reciben, aunque sea a costa de igualar el sufrimiento de sus inocentes con el de los demás. Una demencia.

Juan siguió paseando por ese Madrid de ayer en el que un río de coches salía de la ciudad con dirección a las playas y las procesiones y otro entraba en dirección al Santiago Bernabéu, donde los aficionados del Zaragoza y el Español iban a asistir a la final de Copa. Gente que soñaba con unos días al sol y gente que iba a divertirse al fútbol. Cosas sencillas, de esas que la mayor parte de las personas se ganan con su trabajo pero que, vistas desde unos ojos enfermos, pueden ser consideradas un agravio, un placer digno de castigo. Será porque las carencias de otras personas en otros lugares son ciertas y porque el que compara odia, pero y qué, si nada existe al otro lado de las explosiones y las balas, ningún dios, ninguna ideología, ningún derecho.

A Juan Urbano le pareció que el terrorismo consiste en eso, en convertir los edificios en dianas, los humildes clavos o tuercas de una ferretería en metralla para una guerra, los teléfonos móviles en detonadores y a los civiles en soldados de un ejército enemigo. No estuvo seguro de si los 1.460 folios del sumario del 11 de Marzo explicarían eso, pero sintió vergüenza de esos políticos que olvidan en qué se convirtió todo eso: en 191 ataúdes. Esos mismos ataúdes sobre los que algunos saltan aún con los ojos cegados por el rencor.

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