'Borderlines': fronteras vivientes
La etiqueta borderline o persona con inteligencia límite se aplica a individuos que, sometidos a tests de medición de la inteligencia, obtienen un coeficiente entre 70 y 85, es decir en una franja entre la normalidad y la subnormalidad. Pesada su capacidad intelectual y obtenido un resultado algo por debajo de la media esperable, se ubica a estos individuos en una zona de sombra que se extiende entre el nivel que haría de ellos personas consideradas capaces de desarrollar competencias cognitivas y sociales dentro de la normalidad y aquellos otros a los que se aboca al submundo de los llamados retardados mentales. Los borderlines sufren lo que se da en llamar una minusvalía que, aunque leve, acaba afectando su capacidad para pensar y actuar de manera adecuada, lo que dificulta su plena integración escolar, laboral y social en general, es decir, que fracasan en el colegio, tienen problemas para encontrar trabajo y no consiguen merecer ser aceptados sin condiciones en su entorno cotidiano.
Ese personaje que hoy la nosografía psiquiátrica designa como borderline de una forma u otra ya estaba ahí, bajo la figura del poco despierto, de lo que los franceses llamaban sot o nosotros babau o ximple. Como mucho, podían ser presentados como personas de aprendizaje lento o afectados de una cierta debilidad mental, que no dejaban de tener su sitio en la sociedad. El imaginario cinematográfico ha llegado a mostrarlos -piénsese en los protagonistas de Bienvenido Mr. Chance o Forrest Gump- como individuos que podían alcanzar lugares de prestigio y de autoridad, gracias paradójicamente a su limitación. Es desde no hace mucho -década de 1960- cuando hemos visto aparecer en los manuales psiquiátricos una alteración -el retraso mental ligero- que requería actuaciones especiales de adaptación tanto al campo escolar como al laboral. Lo que nos advierte, por cierto, que es en última instancia el mercado de trabajo el que determina cómo la ciencia médica cataloga los distintos grados de invalidez de un individuo con relación a su capacidad para resultar más, menos o nada productivo, de lo que depende el grado de dignidad que vaya a merecer ante sí mismo y ante los demás.
Tenemos entonces que borderline no es sólo un diagnóstico, ni un síndrome, sino una ubicación topográfica en un terreno incierto, destinado a personas que presentan déficit intelectuales que comprometen un funcionamiento social satisfactorio, sin que sea posible definirlos de forma clara como retrasados, ni recibir la ventajas sociales que se supone que palian la falta de oportunidades de éstos. No presentan rasgos físicos que los identifiquen y la etiología concreta de las dificultades que padecen y que cuesta especificar suele ser un enigma. Se supone un origen esencialmente ambiental, por mucho que pueda sospecharse de alguna causa orgánica o una asociación con otras patologías. Todos presentan, en cualquier caso, un mismo marcador o síntoma: fracasan.
Hace tiempo que en nuestro país se desarrollan estudios que advierten de lo injusto de un sistema de clasificación que presenta a una parte importante de la población -acaso un 10% o un 15%- como posible víctima de una grave epidemia: no llega, no puede o no sabe llegar a donde hay que llegar. Esa masa de enfermos no irá sino creciendo a medida que lo hagan las demandas de especialización técnica del mercado laboral y más personas sean arrinconadas por mostrarse incompetentes para competir. Entre esos focos de reflexión e indagación destaca la asociación Nabiu, cuya finalidad principal es la integración laboral de los borderline en la Administración pública catalana, pero que ha producido también trabajos de investigación importantes. Entre ellos cabe resaltar dos, procurados desde la perspectiva de la antropología y su interés en la construcción social de la alteridad. Se trata del libro de Carlota Gallén Les fronteres de la normalitat, editado por Edicions de 1984 y ya distribuido, y la compilación, también bajo la responsabilidad de Gallén, Normalidad y límite, que está a punto de publicar la Fundación Antonio Areces, con textos del también antropólogo Àngel Martínez, los sociopedagogos Climent Giné y Maria Pallisera y de aquel gran sociólogo, tan añorado, que fue Raimon Bonal, entre otros autores.
Lo que estos trabajos sobre los borderlines aportan -y lo que los diferencian de otros provistos desde la psicología o la psiquiatría oficiales- es que nos obligan más que nos invitan a mirar más allá, allí donde podemos comprobar cómo se inventan cada día nuevas formas de discapacitación social, la astucia que se despliega para "demostrar" las razones naturales para la marginación, el origen patológico de la desigualdad. Es a la luz de esas investigaciones, contemplando la génesis social de lo cualquier desviación, cuando descubrimos como el borderline no está en el límite, sino que él mismo es el límite. Él es, al tiempo que habita, esa tierra de nadie que une y separa lo normal de lo anormal, lo aceptable de lo inaceptable. Y es que lo importante no es que quede bien claro que hay personas válidas e inválidas, capaces e incapaces, sino que entre ambas existe la distancia suficiente para que nunca lleguen no sólo a mezclarse, sino ni siquiera a tocarse. El borderline está justamente para eso: para devenir frontera viviente, garantía que los normales recibimos de hasta qué punto todavía está lejos el precipicio de la exclusión.
Manuel Delgado es antropólogo.
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