Obra viva
Preside bellamente el Paseo Nuevo donostiarra. Lleva por título Construcción vacía como otras piezas de finales de los años 50, último periodo puramente escultórico de Jorge Oteiza. La componen tres planos de acero cortén que pesan 23 toneladas y, sin embargo, están dotados de una agilidad, de una movilidad que maravillan. Porque la verdadera escultura de Oteiza, ya se sabe, no hay que buscarla en los límites de la materia sino en la inagotable creatividad de la ausencia que el acero apuntala; en la infinita y generosa libertad del aire que cada vez consiente someterse, plegarse a esa forma, para multiplicar su significación. Jorge Oteiza dijo de esa obra que era un diálogo entre el monte y el mar. Creo que es también una conversación fundamental entre la apariencia y la sustancia de la obra artística; y a partir de ahí, una invitación -que hoy recojo- a extender la reflexión y el debate al tema de los continentes y los contenidos de la cultura; de sus destinatarios y su destino.
A mí me parece muy bien que las instituciones clasifiquen, para mejor proteger, espacios, obras o edificios de interés artístico. Pero echo de menos que la tutela pública de la forma no se extienda al fondo cultural; que en el catálogo de los bienes que se considera necesario proteger, al lado de las iglesias, las estatuas o las casonas, no figuren los aprendizajes imprescindibles, las metodologías precisas o las curiosidades básicas. Y es que vivimos en una flagrante y sangrante paradoja que defiende el cuerpo material de la cultura mientras deja que su alma se muera. Hoy no se puede, y con razón, vaciar de contenido un monumento histórico; pero se lleva a cabo, a ojos y a currículos vista, el vaciado, derrumbe o expolio de la sustancia de la cultura histórica, literaria, filosófica, estética o simplemente general. Mientras crece el listado del patrimonio protegido que van a heredar nuestros jóvenes, se acorta, se encoge, agoniza su personal e íntimo equipamiento cultural, esto es, su interés o su capacidad para apreciar tanta riqueza.
Entre los proyectos del Ayuntamiento donostiarra se encuentra el de convertir el Palacio de Aiete en una Casa de Cultura para el barrio. Frente a ese nuevo destino, la oposición actuó primero como su nombre indica; más tarde el Gobierno vasco clasificó el edificio y sus jardines como monumento, y esta misma semana la Diputación de Guipúzcoa -a quien, tras la clasificación, compete aprobar cualquier obra- ha declarado que está dispuesta a aceptar la iniciativa inicial. Tanto viaje institucional para acabar llegando prácticamente al punto de partida merecería una tribuna aparte, una columna entera dedicada a la afición de nuestra política por los conflictos excéntricos, es decir, alejados del meollo de los asuntos; y por las superficiales y/o falsas polémicas. La descarto de momento en nombre del bien está lo que bien acaba, porque la conversión del palacio de Aiete en centro cultural me ha parecido desde el principio una buena idea.
Por varias razones. No sólo porque la cultura merece los palacios o porque a los jardines (como a muchas personas) los embellecen las visitas. Sino porque el palacio de Aiete ganará, y nos hará ganar, asociándose a una nueva memoria. Además de la Casa de Cultura del barrio, está previsto que el edificio albergue el Instituto de Derechos Humanos, destino éste especialmente significativo si consideramos que el pasado reciente del palacio está hecho primero de dictadura (era la residencia veraniega de Franco) y luego de nada o de espera: salones quietos, puertas cerradas, y la gente paseando por fuera, como quien dice, por una forma separada de su fondo. El patrimonio cultural no se protege deshabitándolo, sino al contrario, poblándolo de gestos, de miradas, de voces receptivas y críticas, de pasos. El patrimonio cultural como mejor se defiende es entendiendo que sus manifestaciones materiales, sus construcciones, palacios o templos son, como en las esculturas de Jorge Oteiza, sólo el armazón, el continente de la auténtica obra. Obra viva, agitándose en y desde el interior.
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