La canción
Siempre hay una canción o una poesía en el origen de la violencia política, y así ha ocurrido también entre nosotros, en este País Vasco que ahora mismo, cuarenta años después de los primeros disparos, celebra la vuelta a la normalidad. Basta ponerse de puntillas y mirar un poco por encima del presente para ver cuántas veces se mencionaba entonces, en aquel comienzo, la historia del pájaro preso en la jaula; cómo la coreaban los jóvenes, con qué convicción. Euskadi era el pájaro, y la dictadura del general Franco era la jaula. El pájaro quería ser libre, volar. Pero nadie iba a abrirle la jaula, tenía que rebelarse, perder el miedo y luchar.
No debe desdeñarse la importancia que las metáforas sencillas adquieren en situaciones de dictadura. Recogen todo lo que debería decirse de otro modo, en artículos, conferencias o programas de televisión, y acaban pareciéndose a esa oración que los creyentes repiten con gran sentimiento cada vez que pasan por un trance. Se sabe luego que son poca cosa, y que, por más que nombren lo importante -"¡qué hermosa es la libertad!"-, no pueden tener sino un valor provisional; que, a la mínima, debe pasarse a otra cosa. Lo que no acaba de saberse tan bien es la razón por la que la metáfora -la canción- resultó aquí tan poderosa. Por qué llevó a muchos jóvenes a tomar las armas; por qué llevó a otros, a un sector de la sociedad vasca, a aceptar la violencia o a disculparla.
Parece, en principio, un fenómeno raro. En los años sesenta -sigo de puntillas, sigo mirando por encima del presente-, las iglesias vascas estaban repletas de gente, y la religión de Jesús se practicaba de forma rigurosa, sin ambigüedades o relativismos. Cuando, en las cocinas o las excursiones, se hablaba de la Guerra Civil, siempre había alguien que hacía hincapié en el comportamiento humano, "cristiano", de los nacionalistas vascos. "Nosotros no fusilamos a nadie", solía escuchar yo a mi tío Tomás Campandegui, superviviente del bombardeo de Guernica. Era la actitud moral más extendida, la viga maestra de la sociedad vasca. Llegó sin embargo la primavera de 1968, y Txabi Echevarrieta -estudiante brillante, educado en el cristianismo- disparó con su pistola contra el guardia civil de Tráfico que le había pedido la documentación, José Pardines. La canción acababa de romper la viga maestra, el eje moral.
No sé si puede llegarse a la causa última de un acto humano. Podría parafrasear a Paul Valery y decir que "la canción puede ser simple, pero la persona que lo canta nunca lo es". Desde luego, Txabi Echevarrieta no lo era. Al contrario, pasaba por ser el más intelectual de todos los militantes de aquella incipiente ETA. Pero, salvando ese detalle, hay dos causas que ahora parecen evidentes. Dos causas que debieron de influir en aquel Echevarrieta y en todos los que siguieron su estela.
La primera, circunstancial, tiene que ver con otras canciones y otras metáforas, con aquellas que en los años sesenta estaban de moda entre los jóvenes inquietos de todo el mundo. Eran heroicas, justificando la actividad guerrillera hasta en países como Canadá, Alemania o Estados Unidos. Muchas de esas canciones estaban, además, cargadas de euforia: los movimientos de liberación nacional de Israel o Túnez habían tenido éxito, y lo mismo la revolución cubana. Por otra parte, el héroe por excelencia, el personaje con más glamour del mundo, era un guerrillero: Ernesto Che Guevara. Con tanto ejemplo, ¿cómo resistirse? Recuerdo lo que respondió un ingeniero aeronáutico cuando le preguntaron si el vuelo de los pájaros había influido en la construcción de aviones. "En nada concreto" -respondió-, "pero dieron la idea. Si ellos podían volar, ¿por qué no el hombre?". Con esa lógica debieron de pensar los fundadores de ETA. Habían oído las canciones heroicas que sonaban por el mundo, y decidieron llevar adelante su versión. No es de extrañar que a Txabi Echevarrieta le llamaran el "Che vasco".
La segunda razón tiene que ver con la especificidad de la represión franquista en el País Vasco. No es que fuera más feroz que en Extremadura o en Cantabria, sino que fue más extensa, afectando incluso a la lengua. Vuelvo a acordarme de mi tío Tomás Campandegui: cuando él y sus socios compraron un nuevo barco de pesca y le quisieron llamar Guadalupeko Ama, no pudieron, y el barco tuvo que llamarse Virgen de Guadalupe. Y lo mismo ocurría con las inscripciones de las lápidas: nada de Goian bego; había que poner Descanse en paz. Independientemente de lo que se piense sobre las lenguas vernáculas, a nadie le puede caber duda lo mucho que influyó este aplastamiento cultural a la hora de justificar la violencia.
Puede resultar asombroso que la canción haya durado cuarenta años. Pero así ha sido. Sonó en los setenta, sonó -con desprecio de la nueva situación política- en los ochenta y en los noventa. Tuvo incluso una subida de volumen hace unos pocos años, durante el gobierno Aznar, en la época que siguió al cierre del periódico Egunkaria. Ahora, después de la declaración del alto el fuego, tampoco cesará. Pero ya no reclutará a nadie, no llevará a la violencia.
Bernardo Atxaga es escritor. El hijo del acordeonista (Alfaguara) es su última novela.
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