Los espejos de la confitería
"El espejo que soy me deshabita". Este endecasílabo, el primero de un soneto famoso de Octavio Paz, poema mareante de azogues y reflejos, lo glosaba Savater en uno de sus primeros libros, creo que a propósito de Borges y de su conocido horror por los espejos, o quizá a propósito del relato de Carroll, en el que la niña Alicia entra en el mundo que se encuentra "al otro lado" del espejo; es curioso que hay frases así que tienen un poder que las hace inolvidables. Paz no es santo de mi devoción, pero desde que leí el sonetazo mascullo "el espejo que soy me deshabita" cada vez que entro en el bonito café bar La Confitería, local de estilo modernista, en la calle de Sant Pau, muy cerca del Paralelo. Aunque este establecimiento ahora abre también de día, es bien conocido por los noctámbulos, pues solía ser cita de trasnoche, para desparramarse luego por lugares más bravíos de los alrededores. Y es precisamente a altas horas de la noche, según recuerdo, cuando más impresionante resulta, destacando espectralmente en la semipenumbra el efecto de los espejos situados el uno frente al otro, a ambos lados de la mesita redonda que da a la ventana. El cliente se ve en el espejo de enfrente, y su imagen, rebotada por el espejo que tiene a la espalda, es rebotada también, y así hasta el infinito o hasta las posibilidades de observación retiniana, y parece que haya un ejército ordenado de tipos con idéntica cara, de manera que en el mundo del espejo se cumple el ensueño de Andy Warhol cantado por Lou Reed en Faces and names: "Si todos tuviéramos la misma cara y el mismo nombre, yo no estaría celoso de ti, ni tú celoso de mí"; una fantasía, desde luego, rara, rara, rara.
No dudo de que más de un Narciso y más de una coqueta habrán sentido fascinación al ver multiplicado hasta el infinito en esas frías aguas su propio, amado rostro. Sin embargo, estas proyecciones espaciales que se alejan, en perfecta y ordenada perspectiva, hacia el fondo, hacia el fondo de las aguas del espejo, son alusivas al paso del tiempo, y de ahí su uso en las películas freudianas y el indefinido malestar que despiertan en la inmensa mayoría de los que se ven inadvertidamente atrapados entre las dos lunas del bar La Confitería.
Como ya he dicho, cuando entro allí primero musito el verso de Paz, pero enseguida recuerdo la columna sin fin de Brancusi, que propone, en el lenguaje de la escultura, un juego de encadenamiento de la misma forma una y otra vez, con posibilidades de no concluir nunca, y que, como el juego de los espejos, tiene un efecto ambivalente: la columna sin fin -"colonne sans fin", la llamaba, en francés, el autor, y eso significa sin final, pero también inconclusa- es una forma de exaltación, de elegante proyección hacia lo alto, pero también un signo funerario, y así, en función conmemorativa de héroes del pasado, es como figura en su primer emplazamiento, junto a otras esculturas de Brancusi, en el parque de Targu Jiu, en su Rumania natal, que abandonó en beneficio de París.
"A la vez frágil y elástica, se extiende como una línea melódica sin fin", dicen en el catálogo de la reciente exposición en la Tate. Allí se reproducen varias fotos del taller de Brancusi, tomadas por el mismo escultor, que había dispuesto sus piezas en el espacio para obtener composiciones complejas y sugestivas, algunas de ellas como cuadros cubistas. Asoman aquí y allí, detrás de las demás esculturas, varias de aquellas columnas de madera o de metal, y nos sobrecogen como vastas presencias totémicas, o nos invitan a lanzarnos alegremente hacia lo alto trepando por sus aristas como por escalones que mantienen desde el principio al final un ritmo sostenido e incansable.
Como escultor, Brancusi se encontró entre dos mundos; tenía un pie en la escultura colosal y "heroica" de Rodin, en cuyo estudio trabajó algún tiempo, pero el otro ya estaba en las vanguardias y la abstracción. Siendo tan elegante y tan elemental la forma de la columna sin fin, habiendo él esculpido muchas en diferentes materiales, y viviendo nosotros como vivimos en la posmodernidad, no costaría nada encargar una reproducción y plantarla, por ejemplo, junto a la torre de Collserola, o junto al mamut de la Ciutadella, con el que desde luego formaría un conjunto enigmático. O ponerla como soporte cubista de una farola, como se hizo en Praga, donde la podemos ver en el recodo entre la avenida Nacional y la plaza de Wenceslao. Aunque, bien pensado, eso es rebajarla.
Yo me conformaría con tener en mi escritorio, junto a las estatuillas de los dos pingüinos con chistera, que silenciosamente y como quien no quiere la cosa me traen suerte, una de sus famosas "musas dormidas", esas cabezas elipsoides en mármol blanco, en que los rasgos del rostro y las líneas del cabello están sugeridos más que esculpidos, como si la musa, más que brotar de la piedra, estuviera reintegrándose a ella.
Duermen esas musas suyas casi como piedras; tan apaciblemente, que estoy seguro de que con sólo acariciar de vez en cuando su fría frente, con sólo rozarla, se siente un profundo, profundo descanso de piedra.
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