'Señalética'
La palabra la aprendí hace poco, con motivo de una exposición que hubo en los jardines de la plaza de Colón. Iba yo camino de la Biblioteca Nacional y la vi inscrita en una banderola, más pequeña desde luego que la rojigualda día y noche allí ondeante en su mástil descomunal. Señalética. ¿Semiótica, hermenéutica, cosmética? Todos esos términos me vinieron a la cabeza, pero también otros de corte más medicinal, como anoréxica o diurética, y hasta alguno geográfico: penibética. Para despejar las dudas me acerqué al paseo central de la plaza, aquellos días despejada asimismo de patinadores, y pude comprobar que se trataba de una exposición con la que el Ayuntamiento presentaba sus proyectos de nueva señalización urbana, tan atrevidos e impracticables que me recordaron la amarga sensación que uno -un hombre de la calle, quiero decir- tiene cuando asiste o ve por la tele un desfile de modelos para la temporada primavera-verano: el diseño, los materiales, el corte, todo es bellísimo, no menos que los estilizados muchachos de la pasarela, pero ¿quién es el guapo que se pone esa ropa en la vida real? Jamás he visto a nadie que no sea un actor en la gala de los Goya o un miembro del dream team madridista lucir semejantes conjuntos vestimentarios.
Decidí entonces observar la señalética ya existente en la ciudad, desde las marquesinas a los postes de la luz, y se me cayó el alma a los pies. El aggiornamento político del alcalde Ruiz-Gallardón respecto a sus antecesores del PP no se ha plasmado en los ornamentos urbanos, que siguen siendo en su inmensa mayoría totalmente ancien régime: tristes, feos, inútiles o raquíticos (los nuevos relojes invisibles de las paradas de la EMT, por ejemplo). Eso cuando no son directamente criminales, como las cuñas del carril-bus o los bolardos de acera, que a tantos madrileños les descuajeringa cada día el paquete.
Consciente de tales carencias estéticas, decidí ir a la Mecca, que en cuestiones de diseño señalético es ahora mismo, sin duda, la flamante terminal 4 de Barajas. Pues bien, aquí las cosas no son ni feas ni raquíticas, sino todo lo contrario. Sé que esta nueva edificación tiene sus defensores (reclutados todos, me atrevo a sugerir, entre los que no han tenido que volar pasando por ella), y yo mismo -que ya he perdido varias preciosas, irrecuperables horas de mi vida, esperando maletas, tomando trenes internos o andando veinte minutos hasta puertas de embarque, y menudo embarque- reconozco que la obra de Rodgers y los Lamela posee detalles de refinada belleza, por mucho que el conjunto se acerque más a la megalomanía faraónica que a la utilidad viajera.
Dentro de ese gigantismo de trazo, es divertido ir siguiendo en la T-4 su cartelería o aparato señalético: los marcadores del tiempo preciso para ir de un lugar a otro, sus desmesuradas estructuras tubulares, a menudo en soporte de un minúsculo hombrecillo verde que corre hacia la salida de emergencia, y, mi pieza favorita entre los adminículos, los reductos para fumadores. Ahí la imaginación sibilina de los arquitectos llega a cotas de crueldad egipciaca, pues se trata de unos espacios bastante similares a las cabinas para masajes, con paredes de vidrio esmerilado (así queda borrosa la silueta del fumador) que, sin embargo, es translúcido a la altura de la cabeza, por lo que el inocente no-fumador puede desde fuera identificar al vicioso. En el interior de la cabina hay un misterioso cilindro, tal vez previsto para absorber los humos pero que, con su forma de metalizado cigarrillo gigante, vuelve a tener algo de monolito de la Quinta Dinastía.
Me asombró que en los trenes que comunican los dos edificios de la T-4 un pequeño rótulo con copa, cuchillo y tenedor tachados indicara que no se puede ingerir alimentos; como si fuera posible. Los vagones van a una velocidad tan vertiginosa y tienen tan mala estabilidad que allí nadie lograría ni comerse las uñas. Eso sí, poco antes de llegar a la parada, una voz grabada y muy conmiserativa repite el siguiente anuncio: "Agárrense a las barras". Señalética acústica.
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