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El izquierdista accidental

Hace un año entrevisté a un antiguo simpatizante del grupo terrorista maoísta Sendero Luminoso. Durante la conversación, él enfatizó que seguía pensando igual que hace veinte años, cuando Sendero actuaba. Yo le pregunté si era consciente del fracaso de los regímenes comunistas en todo el mundo. En respuesta, señaló a su alrededor, al remoto pueblo serrano en que nos encontrábamos, y dijo:

-Mire este pueblo. No tenemos agua, no tenemos luz, ni educación ni asistencia médica a menos de dos horas. Tampoco hay carreteras. No sé cómo será Rusia, pero hasta donde yo veo, lo único que ha fracasado es lo que usted llama democracia.

Sin necesidad de afiliarse a un grupo terrorista, muchos peruanos comparten ese análisis. En una reciente encuesta sobre los principales problemas del Perú de cara a las próximas elecciones, la democracia ocupa el séptimo lugar con un 7%. En primer lugar, 70 puntos por delante, figura el empleo. Le siguen la educación, la salud, la pobreza, la justicia y la seguridad. La democracia queda relegada al rincón de la ecología y la reforma tributaria, conceptos abstractos en un país de urgencias concretas. Por decirlo así, si la democracia fuese un candidato presidencial, figuraría en las encuestas en el rubro "otros".

La percepción de que la democracia no resuelve los problemas tiene por lo menos veinte años y se ha ido cobrando varias víctimas. La primera, a fines de los años ochenta, fue la izquierda. La crisis económica y el descontrol que produjo el Gobierno del APRA acabaron con la credibilidad de la izquierda moderada. Por su parte, Sendero Luminoso secuestró el espacio de la extrema izquierda y asesinó a muchos de sus líderes y militantes. Finalmente, a varios de los que quedaban los aniquilaron las fuerzas armadas creyendo precisamente que formaban parte de Sendero Luminoso. La caída del Muro de Berlín y el Gobierno de Alberto Fujimori mantuvieron la tumba cerrada.

Paradójicamente, Fujimori fue elegido en 1990 precisamente con los votos de la izquierda que quería evitar la llegada al poder de la coalición liberal liderada por Mario Vargas Llosa. Sin embargo, nada más tomar el poder, Fujimori despidió a su equipo, liberalizó la economía y privatizó empresas públicas. De todos modos, su gestión no fue impopular, porque el dinero de las privatizaciones le permitió invertir en infraestructuras, controlar la hiperinflación y estabilizar la economía. Y sobre todo, durante su primer Gobierno fueron capturados los principales líderes terroristas y se pacificó el país. Por eso, su golpe de Estado no fue un obstáculo. Al contrario, convenció a millones de ciudadanos de que los grandes logros no dependían del signo ideológico, sino de una actitud personal autoritaria.

Consciente de ello, el Gobierno de Toledo no se presentó co

-mo una ruptura con Fujimori, sino como su continuación democrática. Mantuvo el sistema económico liberal y con él consiguió crecimiento macroeconómico del 4,5% anual reduciendo la pobreza del 55% al 51% en cinco años. El problema es que, a este ritmo, incluso con una gestión eficiente y sin contar con sobresaltos, erradicar la pobreza tomaría unos sesenta años más. La economía está estable, pero la desigualdad también. Y la desigualdad enfrenta justo a las dos mitades del país.

La mitad de arriba va a votar en bloque por la candidata conservadora Lourdes Flores. Su intención de voto en una segunda vuelta ante cualquiera de sus posibles rivales es exactamente del 50%, y se distribuye claramente por estratos sociales: del 74% entre los más ricos desciende hasta el 24% entre los más pobres. Ollanta Humala, en cambio, en los mismos grupos, hace el camino inverso: del 2% al 37%. Y cabe la posibilidad de que, como Evo Morales en Bolivia, tenga un voto oculto mucho mayor.

¿Votan todas esas personas a Humala porque es de izquierda? El electorado peruano desconfía de las ideologías. La disyuntiva electoral no se plantea entre izquierda y derecha, sino entre democracia y autoritarismo. La ola de descontento tras el regreso de la democracia ha encumbrado a Humala precisamente porque, al ser una cara nueva, no se le asocia a ninguna ideología, y al ser militar, ofrece una imagen autoritaria. O sea, precisamente por las mismas razones del voto por Fujimori.

Sin embargo, no estamos en 1990. Humala ha topado con un país que, en los últimos quince años, ha probado el liberalismo en dictadura y el liberalismo en democracia, y sigue siendo pobre. En consecuencia, muchos peruanos opinan razonablemente que lo que hay que cambiar es el liberalismo. Alguien tiene que capitalizar el deseo de cambio y el voto de castigo. Y en la oferta electoral, el casillero izquierdo está vacío.

La necesidad de Humala de articular una propuesta alternativa ha atraído a su equipo a muchos técnicos e intelectuales de izquierda que ven en él la posibilidad de regresar a la política después de años sin un espacio. Pero además, esa opción ideológica encaja muy bien en el ajedrez latinoamericano. El espaldarazo internacional que le han dado Hugo Chávez, Evo Morales, Néstor Kirchner y Lula no se debe tanto al reconocimiento de una trayectoria -que no existe- como a la necesidad de un socio antiliberal menos apegado a Washington que Toledo o Flores. En ese sentido, Humala no forma parte del cambio de rumbo de la región, sino que es un producto de él.

En este peculiar escenario, un comandante proveniente del nacionalismo étnico se ha presentado como la opción progresista. Los peruanos no votan por él por ser de izquierda. Al contrario, él es de izquierda porque votan por él.

Ahora bien, la polarización entre Flores y Humala podría tener un beneficiario inesperado: Alan García. García es antiliberal, pero a la vez es un político del sistema. Su crecimiento en las encuestas refleja un electorado que no confía en ninguno de los dos extremos, y podría colarse en la segunda vuelta. Incluso un triunfo de García sería producto del imprevisible efecto Ollanta.

Y es que, por azar o por voluntad, Humala es la primera persona en veinte años que ha llenado el vacío de la izquierda. Si quisiese -y supiese- mantenerse ahí, independientemente de los resultados del 9 de abril, la democracia peruana podría subsanar su cojera. Si no, las elecciones continuarán presentando dos opciones: dejarlo todo como está o saltar al vacío. El voto por Humala canaliza un descontento antisistema radical y masivo, cuya verdadera alternativa quizá no sea una candidatura de izquierda "presentable" a la chilena, sino Sendero Luminoso.

Santiago Roncagliolo es escritor peruano.

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