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Del espionaje, las torturas y otros métodos imaginativos

Emilio Menéndez del Valle

Si pudiera volver a presentarse a las elecciones, muy probablemente Bush las perdería. Entre otras razones, por el fracaso de su estrategia iraquí, las escuchas ilegales y las torturas. Espionaje y torturas atentan contra las libertades políticas y la dignidad humana. Son un escándalo político, de sistema y de civilización, pero también constitucional, pues se han convertido en muestra de autoextensión de los poderes presidenciales en detrimento de los del Congreso.

Miles de ciudadanos norteamericanos están siendo ilegalmente espiados en sus comunicaciones. Bush sostiene que, en nombre de la seguridad nacional, tiene el poder de espiar.

Hay arrogancia de poder en el momento del ejercicio del mismo y arrogancia de poder a pesar de haberlo perdido. Nixon es un ejemplo. Tras perder la presidencia a causa del espionaje en el cuartel general demócrata declaró: "Cuando el presidente lo hace no es ilegal". En noviembre espetó: "Las actividades que llevamos a cabo son legales. Nosotros no torturamos".

Ante la injusticia y el abuso de poder, como toda sociedad democrática, la norteamericana necesita una sacudida de vez en cuando. En 1976 el Senado constituyó la comisión Church para investigar los excesos de Nixon. Y descubrió que la CIA, entre 1953-1973, abrió y fotografió 250.000 cartas.

Muchos americanos no han olvidado el Watergate. Existe además una cierta tradición (en gran medida heredada de Europa) que hace que muchos líderes y ciudadanos, incluidos conservadores, consideren que la ley es sagrada. Es el caso de Alberto Mora, republicano leal que se ha opuesto a la violación de la ley. Ha sido el principal denunciante, desde dentro del sistema, del tinglado torturador. Mora, cuya madre es húngara, dice: "No existe húngaro tras el comunismo que no sea consciente de que los derechos humanos son incompatibles con la crueldad. El debate aquí y ahora no es sólo cómo proteger al país. Es cómo proteger nuestros valores".

De ahí que la Administración lo tenga difícil porque existen esos valores y gente dispuesta a batirse por ellos. Por eso Michael Hayden, director adjunto de la inteligencia nacional, acaba de decir: "La Agencia Nacional de Seguridad tiene un problema existencial: para proteger las vidas y libertades americanas tiene que ser poderosa y secreta en sus métodos. Y vivimos en una cultura política que desconfía, sobre todo, del poder y del secreto".

Del informe Church nació una ley especial que convirtió en delito el espionaje sobre ciudadanos norteamericanos realizado sin orden judicial. Sin embargo, la Casa Blanca sostiene que actúa legalmente porque interpreta que dicha ley ha sido sobrepasada por la especial autorización que el Congreso otorgó al Ejecutivo a raíz del 11-S y que posibilitaba que el presidente usara "toda la fuerza necesaria para prevenir cualquier acto de terrorismo". Empero, hay quien entiende que Bush y Cheney están intentando establecer un precedente para "conducir la guerra contra el terrorismo sin contar con el Congreso".

En definitiva, Bush pretende convencer de que se puede confiar en él para proteger a los norteamericanos. The New York Times es escéptico: "No se nos ocurre presidente alguno que se haya dirigido al pueblo americano más veces que Bush para pedirle que se olvide de la democracia, el sistema judicial y el equilibrio de poderes para sencillamente confiar en él. Tampoco se nos ocurre ningún presidente que merezca menos esa confianza que solicita". (13 de marzo de 2006).

Así manipulado, el "principio de confianza" atenta contra la democracia, la dignidad y las libertades civiles. Bruce Fein, republicano, piensa que: "La negativa de Bush a adecuarse a la ley es un asalto directo a la separación de poderes". Dice que a los presidentes se les debe dar un amplio margen para que protejan la seguridad nacional, pero "si establecen un principio de confíen en mí, hay que empezar a hablar del impeachment". En cualquier caso, en modo alguno puede el presidente violar una ley por considerarla obsoleta o impracticable. Debe, simple-mente, solicitar del legislador que la reforme.

¿Qué decir de las torturas? Podríamos preguntar a Maher Arar, canadiense de origen sirio, que en 2002 hizo escala en Nueva York. Fue detenido porque había sido fotografiado tomando un café con un supuesto terrorista. Retenido sin cargo alguno durante dos semanas, fue enviado a Siria (sí, ese país del "eje del mal"). Torturado durante 12 meses, fue liberado en octubre de 2003. El embajador sirio en Washington declaró que habían sido incapaces de encontrar vínculo alguno entre Arar y el terrorismo.

Pero la Administración de Bush continúa mintiendo. En 2003 el senador demócrata Patrick Leahy exige de la secretaria de Estado una declaración sobre los prisioneros. En línea con su jefe, Rice afirma: "No se tortura". Pero el 28 de abril de 2004 se publican las espeluznantes fotos de Abu Ghraib. Cínicamente, Porter Goss, el director de la CIA, mantiene que ellos no se sirven de la tortura, sólo de técnicas imaginativas.

La Administración argumenta que ahora no hay enemigos, que Ginebra no rige y que el presidente puede actuar en función de una supuesta "doctrina de la necesidad". No hay disimulo. Cuando Alberto Mora pregunta a John Yoo, consejero en el Ministerio de Justicia: "¿Está usted afirmando que el presidente dispone de autoridad para ordenar la tortura?", Yoo, llanamente, contesta: "Sí".

Asombrosamente, hay quienes argumentan que la tortura de sospechosos de terrorismo ayuda a salvar vidas y que legitimarla y someterla a control puede reducir el peligro que la misma supone para la vida de los torturados. Sin embargo, la historia evidencia que legitimar la tortura la convierte en normal y la hace más frecuente, no menos.

Los Estados Unidos y sus aliados, en especial Gran Bretaña (ahora Tony Blair dice en plan iluminado que Dios y la historia juzgarán su decisión de invadir Irak), han dado prioridad a la obtención de información (a menudo inventada por el torturado entre gemido y gemido) sobre las restricciones morales, jurídicas y políticas que deben aplicarse a la violencia.

En tiempos en que el mundo está amenazado por quienes no desean aceptar la democracia ni respetar los derechos humanos y que consideran que el asesinato de civiles está justificado, y cuando Occidente dice querer extender la democracia a donde no existe, utilizar los mismos métodos de aquellos a quienes, simultáneamente, se pretende combatir y predicar, equivale a un suicidio civilizacional. ¿Acaso estamos locos?

Coda para la Embajada de los Estados Unidos: manifiesto que soy tan antinorteamericano como los senadores republicanos John McCain, Sam Brownback o Lindsay Graham, los demócratas Patrick Leahy o Ron Wyden y las publicaciones The New York Times, Washington Post, Los Angeles Times, Boston Globe o Denver Post. De todos ellos he extraído la información y opiniones que aquí expongo.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España y eurodiputado socialista.

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